miércoles, 15 de diciembre de 2010

DIMAS y II



La noche antes de vivir, por quinto año consecutivo, su extraño sueño, pensó que esta vez no se produciría, estaba tan cansado de doblar el turno que seguro que dormiría como un tronco. Pero no, una vez más se repitió todo el proceso y con más intensidad que las veces anteriores. La sensación de realidad se hizo mucho más notoria.

Ese día la jornada se le hizo más larga que otras veces, se encontraba realmente cansado. Después de empezar el turno de noche, él y tres de sus compañeros hicieron un alto en el trabajo para tomarse un café bien caliente que les ayudara a seguir las horas que todavía les quedaban. Se dirigían hacia una de las salas vacías en aquel turno cuando, al atravesar un corredor acristalado, escucharon unos pasos en la planta de arriba y vieron claramente la sombra de una persona que se deslizaba por el corredor superior. Lo primero que pensaron es que un ladrón se había metido en las instalaciones sin saber que ahora había gente trabajando. Llamaron a la Guardia Civil y siguieron las instrucciones que les dieron mientras esperaban su llegada a la fábrica. Una vez que llegaron, registraron con esmero todo el edificio sin encontrar señal alguna de intrusos. Finalmente, uno de los números de la Guardia Civil les pidió que le acompañaran al sitio donde habían oído y visto al supuesto ladrón. Los cuatro le mostraron el corredor y le explicaron con total claridad la situación, el tipo de ruido y la visión de la sombra, porque sombra fue, que no cuerpo entero, lo que ellos percibieron.

El Guardia Civil les escuchó con atención, hizo las preguntas que estimó pertinentes y finalmente les aconsejó que no comentaran nada de lo sucedido. ¿Por qué? preguntaron ellos y, mirándoles fijamente a los ojos, el miembro de las fuerzas del orden les dijo, “Porque se trata de un fantasma, un fantasma conocido. Hace mucho que se aparece, siempre en este mismo sitio. Los dueños de la fábrica lo saben y también lo saben los empleados que llevan mucho tiempo aquí, pero todos han decidido no hablar de ello y vosotros deberías hacer lo propio”. Y con estas palabras se marchó dejándoles, literalmente, con la boca abierta.

En los años siguientes no se produjo ningún hecho digno de ser recordado. A pesar de eso, el día en que se cumplía el décimo encuentro con su “sueño especial”. Dimas empezó a sentirse inquieto, inquietud que se convirtió en una leve taquicardia cuando se metió en la cama. Tenía que levantarse antes de las 5 de la mañana para desplazarse al polígono industrial de un pueblo situado a 4 horas en coche del suyo y necesitaba estar descansado. Se revolvió entre las sábanas, temiendo y deseando a un tiempo dormirse. Por supuesto, el sueño no faltó a la cita.

Cuando salió, con tres compañeros, aún era noche cerrada. Llevaban una hora de camino cuando vieron una luz grande y poderosa en la línea del horizonte. Ninguno dijo nada, todos esperaron a que fuera otro el que lo comentara o, lo que era mucho mejor, que desapareciera. Pero ninguna de las dos cosas se produjo y ellos continuaron en silencio. A las 7 la luz, no solo no había desaparecido sino que se había hecho mucho más poderosa y daba la impresión de que de ella salían otras pequeñas luces que se dispersaban por el espacio, pero los cuatro siguieron en silencio. Cuando llegaron a su destino, eran ya las 9 de la mañana y el sol lucía como era de esperar, pero la luz del cielo seguía sin disminuir su intensidad. Se bajaron del coche y se unieron a los que les estaban esperando que estaban atónitos mirando el fenómeno. La luz había crecido desde que ellos la vieron por primera vez y ahora ocupaba un tercio del horizonte. De ella salían, ahora sí que estaba claro, otras mucho más pequeñas que se perdían en el espacio a toda velocidad.

Nunca se había producido anteriormente un silencio semejante en el polígono. Nadie hablaba, solo miraban al cielo. Y así siguieron hasta que, de pronto, todas las luces pequeñas regresaron a unirse con la grande para desaparecer en una fracción de segundo. En contra de lo que pudiera pensarse, nadie hizo el menor comentario, ni entonces ni nunca. Años después Dimas se encontró con uno de los que allí estuvieron y sólo entonces se atrevió a hablar del fenómeno. “Tío, ¿te acuerdas?” “Ea, es como para no acordarse” “Y tú ¿se lo contaste a alguien?” “A mi familia y en qué hora, solo me preguntaron qué me había metido y si había ido a trabajar sin dormir y borracho. No se me ocurrió contárselo a nadie más”.

Dimas piensa que aquella enorme luz, fuera lo que fuese, vino a llevarse sus “sueños raros”, porque desde entonces nunca más han regresado. A veces, cuando se acerca la fecha, siente en el fondo de su corazón, una cierta nostalgia.

martes, 7 de diciembre de 2010

DIMAS I

El primer encuentro que tuvo Dimas con lo que él llamaba “cosas raras” se produjo cuando le tuvieron que vacunar contra la hepatitis. Acudió al ambulatorio acompañado por su madre, le pusieron la inyección y ambos regresaron a su casa. No sucedió nada extraño o inusual hasta que llegó la noche y se fue al dormitorio que compartía con su hermano, unos años menor que él. Se acostó, cree recordar que se durmió y de pronto se vio flotando en medio de la habitación. Veía a su hermano acostado en su cama y roncando como un bendito, intentó hablarle pero no le salieron las palabras. La angustia lo inundó, se sintió terriblemente asustado, pensó que se había quedado mudo o que había perdido la cabeza y que nunca se recuperaría. Pero a la mañana siguiente, cuando se despertó, lo vio todo como un sueño, desagradable, pero nada más que un sueño.

Transcurrió un año completo, en el transcurso del cual no volvió a soñar con nada parecido. Pero al cumplirse el aniversario exacto de aquella noche, todo se volvió a repetir. De nuevo se vio suspendido en el aire y de nuevo incapacitado para hablar con su hermano dormido. Esta vez se detuvo a contemplar todo el entorno desde aquella nueva perspectiva. Se dio cuenta de que podía cambiar la orientación con solo pensarlo, era capaz de ver la habitación desde abajo, desde arriba o desde cualquier ángulo, de manera instantánea. Pero apenas disfrutó de esa sensación, el miedo y la angustia le volvieron a atenazar igual que la primera vez.

Los primeros días vivió temeroso de que se volviera a repetir aquél extraño sueño pero, una vez más, nada sucedió hasta cumplirse el tercer aniversario, en que todo volvió a suceder con exactitud. Esta vez Dimas sintió menos miedo, era como si el saber lo que pasaba, hubiera exorcizado la angustia. Esta vez se dedicó a explorar todos los rincones del dormitorio y a subir, bajar y desplazarse por el espacio y, aunque volvió a intentar hablar con su hermano, la imposibilidad ya no le produjo tanta ansiedad.

A pesar de esta mejoría, a la mañana siguiente tuvo la seguridad de que estaba perdiendo la cabeza de manera definitiva y decidió visitar a un psicólogo que había conocido unos días antes. No es que esa profesión le mereciera mucho crédito, siempre le habían parecido tonterías todo cuanto decían, pero pensó que algo más que él sabrían de cosas raras que le pasaban a las personas por sus cabezas, así que decidió pedirle una cita.

El psicólogo le explicó que los sueños eran como descargas que hacía el cerebro para poder seguir adelante, obsesiones, preocupaciones ocultas, problemas cotidianos, todo ese tipo de cosas se expresaban, de manera aparentemente absurda, en los sueños. ¿Tenía algo que contarle a su hermano que supusiera una carga emocional importante para él? ¿había algo oculto en la familia que solo él sabía y que no debía contar?. Pero ni estas ni otras preguntas que le hizo, le satisficieron. Salió con más confusión de la que tenía al llegar. Solo le aliviaba recordar que el psicólogo le había asegurado que eso eran sueños y nada más que sueños ¿qué otra cosa podrían ser? Dimas se despreocupó y decidió seguir con su vida con la misma normalidad de siempre. A su debido tiempo, el sueño se produjo sin cambios en su desarrollo y con la misma exactitud en su convocatoria que los anteriores.

En aquella época estaba trabajando en una antigua fábrica de dulces, una industria familiar con más de 100 años que seguía instalada en el mismo edificio desde su fundación. Se acercaba la campaña de navidad y a los empleados se les dio la posibilidad de hacer horas extras por la noche para adelantar el trabajo. Él se apuntó inmediatamente, cualquier ingreso suplementario sería bienvenido en su casa.

martes, 14 de septiembre de 2010

EL LETEO


Cuando la gente de Manchatan vio el letrero del nuevo bar que iban a abrir, se preguntó “¿qué demonios querrá decir Leteo?” y nadie supo responder. En honor a la verdad, había al menos media docena de personas que podrían haberlo hecho pero, o bien no se les preguntó o no eran de las que iban a bares de madrugada, que a esas horas estaban bien a gusto en sus camas o en sus sillones, leyendo historias como la del río Leteo, el río del olvido.

Ana, la dueña, está siempre detrás de la barra marcando las distancias con la clientela, que varían dependiendo de las circunstancias, de las personas y de su propio estado de humor. No tiene aspecto de haber leído a los griegos, tal vez su conocimiento sobre el mítico río lo adquiriera de forma casual en otra barra de cualquier otro bar y quiso darle con el nombre un aire diferente al suyo propio, como el de una especie de refugio para los que quisieran dejar de recordar. Y lo ha conseguido porque la clientela, heterogénea, tiene un rasgo en común, no habla jamás de asuntos personales.

Esta peculiaridad tan extraña, teniendo en cuenta que se extiende a todo el que entra y no solo a unos pocos, es posible que se deba a que la palabra Leteo provenga del tiempo remoto, en el que ciertos sonidos podían convocar fuerzas misteriosas, capaces de provocar estados de conciencia diferentes y que esa capacidad se manifieste tan solo con ponerse bajo su advocación, en un recinto cerrado. En cualquier caso, esto sucede se crea o no.

Las drogas no están permitidas y el horario de cierre es ambiguo. En el interior no se producen peleas, consecuencia del olvido, pero en ocasiones se ha cruzado algún que otro puñetazo en el exterior, a causa de una mala asimilación del alcohol unida a un repentino recuerdo surgido al cruzar el umbral.

También es posible que ese olvido que todo lo embarga, provenga de la propia Ana que ha hecho de él su seña de identidad. Ana no quiere recordar la aldea perdida entre manglares donde nació, ni a su abuela que la vendió cuando tenía 10 años a la dueña de un prostíbulo, aunque otra versión más amable dice que se escapó de la cabaña miserable donde vivía junto con un número incontable de hermanos y primos para llegar al mismo lugar. A duras penas quiere recordar el día en que conoció a su marido, un manchateño aventurero, en el local en el que, a sus 20 años, era ya casi una vieja.

Su pasado empieza verdaderamente el día en que se atrevió a decirle que estaba embarazada. Hacía ya varios meses que él la había contratado en exclusiva y se la había llevado al hotelucho donde vivía. Rescatarla completamente tenía un coste demasiado elevado para asumirlo a la ligera y, aunque la idea le rondaba la cabeza, no había terminado de concretarla. Ella pensaba que era bastante probable que la abandonara al conocer su estado y, aunque cada día se proponía contárselo, lo iba retrasando. La vida a su lado era lo mas parecido al paraíso que había podido siquiera imaginar y no quería abandonarlo. Pero el tiempo iba apremiando y el día que él le dijo que la encontraba más rellenita le contó, entre lágrimas, lo que sucedía. Él se quedó un rato en suspenso, como sopesando los pros y los contras de aquella nueva situación y al final le dijo: “Nos vamos a España. Los tres”.

Se casaron con la oposición rotunda de la madre de él, que no disimulaba el odio que sentía hacia la que se llevaba a su ojito derecho, el hijo al que ella había criado dándole todos los caprichos. El padre la miraba, como decía la canción infantil, “con ojos golositos” y el resto de la familia se esforzaba en ignorarla. Ana lo vivía todo como si estuviera dentro de una burbuja, aislada de cualquier cosa que no fuera su marido. Por duro que le quisieran hacer el presente, no era nada comparado con su pasado y mucho menos con su futuro inminente como esposa y madre.

Con el tiempo, todo se suavizó y aunque la familia y los antiguos amigos de su marido, nunca terminaron de aceptarla, ella siempre se ha sentido feliz con su hijo y con su negocio, que contempla sentada desde un alto taburete como si del trono de una reina se tratase.

martes, 10 de agosto de 2010

LOLA (y III)


Pasaron otros dos meses sin que él alterara las nuevas costumbres que su mujer había logrado instaurar. Mantenía largas reuniones de trabajo y al volver a casa, si no era demasiado tarde o no lograba convencerla de su cansancio, salían con el niño. En una de esas maratonianas reuniones de trabajo estaba, cuando recibió una llamada de la Policía Nacional. Al llegar a su casa lo que se encontró le hizo temblar, ella estaba tirada en el suelo de la cocina con un agujero en la cabeza que reposaba en un charco de sangre.

Lola volvió a escuchar su voz a través del teléfono, quería verla y hablar con ella de algo realmente importante. Pensó que la oportunidad que había soñado llegaba, aunque un poco más tarde de lo que supuso. Se arregló y llena de nerviosismo y con un punto de esperanza y otro de ilusión, se encaminó a la cita. Se podía haber ahorrado las tres cosas porque lo que él quería pedirle es que se hiciera cargo de aquél huérfano, sin familia en España y sin nadie que lo atendiera como sólo una madre sabe hacer. Alabó sus dotes y le puso de ejemplo de buena crianza a sus propios hijos. Y sin saber cómo ni por qué, Lola terminó aceptando el encargo.

El niño creció con sus propios hijos y Lola se esforzó para que no hubiera diferencias entre ellos. Sin embargo sí se encargó de que todos supieran que era el hijo de su marido y “aquella mujer”. Su mejor recompensa era escuchar las alabanzas a su buen corazón por haberlo recogido a pesar de todo lo que él le había hecho. “No es nada, cualquiera hubiera hecho lo mismo”, decía con una humildad que sonaba a falsa, pero el ritual se cumplía sin variaciones y ella volvía a su casa reconfortada y hasta llegaba a creerse, al menos un poquito, que albergaba hermosos sentimientos.

Lola tenía sus propios planes, no había hecho todo aquello porque sí. Supuso que el padre iría a visitar a su hijo de vez en cuando y ella aprovecharía para hacer evidente su carencia de egoísmo y su capacidad de amar y perdonar sin pedir nada a cambio. Él lo valoraría adecuadamente y, posiblemente, la recompensara volviendo con ella. Pero, una vez más, él no actuó como ella había supuesto. Las pocas veces que se acercó a la casa fue para recoger al niño, llevárselo y devolverlo un poco después sin darle tiempo a mantener una verdadera conversación. Lola estaba pensando un plan alternativo, cuando la noticia corrió como las tracas de las calles de Cádiz celebrando el carnaval y haciendo el mismo ruido. La policía le había detenido y el juez le acusaba de asesinato.

Ahora es ella la que le lleva al niño de visita a la cárcel en la que cumple condena por haber encargado el asesinato de aquella pobre chica, que lo único que quería era un poco de lujo y bienestar. Y, a lo mejor, una pizquita de ternura.

viernes, 30 de julio de 2010

LOLA (II)

 
Lola supo que algo iba mal en la relación de su marido, cuando le contaron que lo habían visto frecuentar las noches de la ciudad, solo, completamente solo y con claros deseos de dejar de estarlo. Y se preguntó si, en el caso de que él se lo pidiera, estaría dispuesta a recibirlo en su casa de nuevo y hacer como si nada hubiera pasado. Y no supo responderse y esto también fue motivo de sorpresa. De nuevo se encontraba con sentimientos que no esperaba albergar.

Para aclararse, se imaginó la escena, con todo a su favor. Él estaba tan arrepentido de lo que había hecho que apenas se atrevía a mirarle a los ojos. Tenía tantos deseos de volver con ella, que estaba dispuesto a cualquier cosa, lo que fuera necesario, para conseguirlo. Y entonces se hizo la pregunta ¿le digo que sí? Y se vio a sí misma diciéndolo y entonces le surgió la duda ¿lo hacía porque le seguía queriendo o porque así su orgullo y su autoestima se veían reforzados?. Poder volver a pasear por las calles de Manchatan con la frente bien alta, parándose a charlar con las conocidas presumiendo de su poder sobre él, se hacía tan atractivo que casi merecía la pena no pensar en otra alternativa. En ese caso ¿qué era más importante para ella?, ¿lo que sintieran los demás, o sus propios sentimientos?

Las preguntas quedaron sin respuesta, él no le dio la deseada oportunidad. Todo lo que sucedió a partir de ese momento, se supo mucho después y parte de ello a través de los juzgados de lo penal, pero eso es adelantar acontecimientos.

La cariñosa, suave, tierna y complaciente (adjetivos aplicados por él en sus buenos momentos), mujer por la que había roto su matrimonio, se reveló muy diferente en estos tiempos en los que la bonanza había dado paso a la tempestad. Literalmente se puso hecha un basilisco con las constantes salidas, aunque en realidad y para ser más precisa, debería haber dicho escasas entradas en el hogar. Le amenazó con llamar a sus hermanos, tipos fornidos y entrenados que eran capaces de cualquier cosa. Podían llegar en unas horas para hacerle rectificar y dejarle manso como un corderito.

Eso era más de lo él podía soportar. ¡La rubia tonta y tetuda se atrevía a amenazarle! ¡A él! que se había hecho a sí mismo atravesando todo lo que se le había puesto por medio, que se había ido endureciendo a cada paso que daba en el camino del “éxito” y había ido conociendo a personas que, si se ponía sobre la mesa el dinero necesario, hacían lo que tu querías, sin preguntar.

El nacimiento del niño sirvió para relajar el tenso ambiente de la casa. Pero la felicidad duró muy poco. Pasado el momento de la novedad y cuando se comprobó que el bebé lloraba más tiempo que dormía, él se abrazó a la noche como si de una tabla de salvación se tratase. Ella volvió a las exigencias, los reproches y las amenazas, que un buen día se concretaron con la llegada de los hermanos, casi 2 metros de altura y con unos brazos del ancho de un muslo. Los tipos no hicieron nada, se limitaban a estar por allí, incluso le sonreían amablemente desde el sofá y rodeados de latas de cerveza vacías, cuando él llegaba a la casa, pero su papel intimidatorio era nítido.

Y lo cumplieron a la perfección. Durante los casi dos meses que estuvieron en la casa, él no salió ni una sola noche solo. Fue con su nueva familia a cenar, al cine, al parque para pasear al bebé y a comprarle ropa nueva a su mujer que no terminaba de adelgazar con la velocidad deseada. Al cabo de ese tiempo, se marcharon como habían llegado, sin anunciarse ni despedirse, simplemente un día ya no estaban. El sentimiento que le embargó no fue de alivio sino de un odio que casi podría definir como placentero.

lunes, 26 de julio de 2010

LOLA (I)


Cada vez que escuchaba "Ramito de violetas”, todo se detenía y sólo existían las palabras que contaban aquella historia. Prefería la versión de Manzanita porque le permitía bailarla, si se encontraba con humor para hacerlo. Se sentía identificada solamente con la primera estrofa, justo hasta que decía que ella se quejaba de su falta de ternura, pero le gustaba porque le daba un rayito de esperanza, a lo mejor, como el hombre de la canción, su marido un día encontraría la manera, aunque fuera anónima, de decirle que la quería.

Mantuvo la esperanza hasta el último momento, cuando ya era imposible no enterarse de que tenía una amante. No es que fuera la primera, había tenido muchas, pero ésta tenía voluntad de quedarse. Así que cuando él le dijo que era mejor que dieran por acabada la relación, no se sintió sorprendida del hecho en sí, sino del inmenso dolor que le produjo.

Él fue generoso con ella, le dejó casi todo lo que poseían en común y le asignó una igualmente generosa pensión sin que mediaran discusiones. Cuando todo quedó resuelto se marchó de Manchatan. Tiempo después se supo que vivía con una mujer mucho más joven que él, alta, rubia, delgada pero con buenas tetas y buen culo, de esas que a los hombres de estas latitudes les gusta exhibir ante los demás. Uno de sus antiguos vecinos se lo había encontrado por las calles de la capital. Contó a todo el que le quiso escuchar y puedo jurar que fueron muchos, que la llevaba por la calle con un aire desafiante que parecía proclamar la propiedad de “la pieza” y un deseo no demasiado oculto, de despertar la envidia y un punto de admiración en los otros hombres.

Pero las cosas que, inevitablemente, escapan a nuestro control, entraron en acción. Lo primero que pasó fue que la nueva mujer se quedó embarazada y eso supuso una quiebra importante en su forma de vida. Él no quería más hijos, tenía suficientes con los de Lola, él solo quería seguir, como decía una de sus canciones favoritas “viviendo la vida loca”, que consistía en trabajar por el día, salir a cenar por la noche y después recorrer los locales donde ya le conocían y, gracias a las generosas propinas que dejaba, le trataban como si fuera el magnate que en realidad quería ser. Siempre junto a “su” rubia imponente.

Por si fuera poco, a ella el embarazo le sentó fatal Tenía ojeras, la cara hinchada y con manchas, el pelo sin brillo y engordó de una manera descontrolada hasta quedar irreconocible. Junto con su belleza desapareció el deseo sexual que hasta entonces había impregnado su relación.

sábado, 17 de julio de 2010

EL NOTARIO Y SUS DOS MUJERES (y II)


Ella aceptó de buen grado la propuesta de quedarse a vivir allí todo el año. A lo mejor también estaba cansada del carácter de sus cuñadas o, lo que es bastante probable, estaba al cabo de la calle de la vida de su marido y decidiese que era más fácil hacerse la ignorante en soledad que en compañía.

El caso es que el tiempo fue pasando, otro hijo llegó al hogar de Manchatan y la dueña de la casa fue reuniendo joyas que él le compraba para, secretamente, compensarla de alguna manera. En las fiestas familiares y en los compromisos y acontecimientos sociales, era la envidia de todas las mujeres que padecían este mal (casi todas), envidia a la que se trataba de exorcizar recordando la situación de bigamia obligada en la que vivía.

¿Y “la otra”? ¿qué pasaba con ella?. ¿Qué conversaciones previas mantuvo con él? ¿a qué acuerdo habrían llegado?. Todas estas preguntas y muchas más se hacían los manchateños, sin que jamás se encontrara respuesta a ninguna y esto constituyó para siempre una singularidad. Ella subía y bajaba de la capital a Manchatan sin cruzar palabra con ninguno de sus habitantes que no fuera estrictamente de cortesía o profesional. Se supo que había tenido dos hijos más, porque era imposible no cruzarse por las calles de la ciudad, en alguna ocasión, con la gente del pueblo que iba a hacer compras o arreglar papeles. Pero esto fue todo. En un pueblo donde existe un verbo específico para designar el cotilleo: churretear, fue casi milagroso que no trascendiera nada.

Y así fue hasta que murió el notario. Todo el pueblo, como no podía ser menos, acudió a la iglesia para darle su último adiós. En los primeros bancos del lado de la Epístola, se sentaron las mujeres de la familia y los hombres hicieron lo propio en los del Evangelio. Ya estaban todos sentados esperando que el templo se llenase, cuando un murmullo lo recorrió obligando a los ocupantes de esos bancos de preferencia, a volverse para ver qué pasaba. Y lo que pasaba era que por el pasillo central avanzaba “la otra”, de luto riguroso, rodeada por sus tres hijos y con la firme intención de sentarse en uno de aquellos bancos.

Al murmullo le siguió un silencio total. Nadie quería perderse las palabras que se pudieran cruzar. Pero nadie las pronunció y unas se quedaron en el pensamiento y otras en la boca ya a punto de salir. Ellos se sentaron y la familia oficial se dio media vuelta e hizo como si no pasara nada. Todos menos el hijo mayor que no pudo menos que preguntarle a su madre por aquellas personas que nunca había visto y que con tantos derechos se creían como para hacer aquello. La madre le hizo un gesto imperioso de silencio y empezó la misa.

Antes de que todo el mundo formara la fila para darle el pésame a los familiares, la mujer se fue con sus tres hijos. Tenía tanto derecho como “la legítima” a recibirlo, pero no creía que alguien se atreviera a dárselo, así que se encaminó al cementerio a esperar que llegara el cortejo. Y allí fue donde el hijo mayor, ese que había preguntado a su madre en la iglesia, se encaró con ella y allí fue donde averiguó que tenía tres hermanos y allí fue donde ya nadie aguantó más y todos, pero todos y a la vez, como buenos manchateños, se pusieron a dar explicaciones, cada uno la suya, a voz en grito, como también era lo natural.

Lo único que se oyó nítidamente por encima del griterío reinante, fue la voz del hijo tronando “pues de heredar, nada, que lo sepáis”. Pero para algo el padre había sido notario y lo había dejado todo, éste sí, atado y bien atado y nadie, nadie les pudo quitar la parte que él les había destinado.

sábado, 3 de julio de 2010

EL NOTARIO Y SUS DOS MUJERES (I)

     
     El Notario de Manchatan no era un tipo especialmente guapo. Después de observarlo con atención, se caía en la cuenta de que su principal atractivo residía en su voz. Una tan especial que, una vez que se escuchaba, no se podía olvidar. Consciente de esta ventaja que el destino le había regalado, el notario la sabía utilizar con precisión. Sobre todo con las mujeres.

     Desde muy joven las chicas se lo disputaban, de manera que él solo tenía que elegir la que más le gustaba. Por eso todo el mundo se quedó muy sorprendido cuando decidió casarse con la menos atractiva de todas ellas. Nunca se conocieron las razones, ni siquiera el constante “churreteo” de la gente logró encontrar un motivo más o menos plausible. No era guapa, no era rica, no era simpática, pero era la elegida.

     La nueva pareja se instaló en la casa de la familia de él, donde convivieron con sus dos hermanas, que ya eran “mocicas viejas” sin posibilidad alguna de casarse. Sin embargo, más o menos al mismo tiempo, él estableció otra relación igual de sólida y duradera que su matrimonio.

     Esta si era una verdadera belleza, de esas que hacían a los hombres volver la cabeza a su paso y ni siquiera tuvo que salir a la calle a encontrarla, era una de las empleadas de la notaría. Compró un piso en la capital y allí la instaló con todas las comodidades del momento. Ambas tuvieron su primer hijo casi a la vez, pero un velo de silencio se extendió sobre ella, su hijo y su, aparentemente, desconocido padre.

     Precisamente para tratar de evitar que se descorriera, el notario decidió construir un chalét, el primero que se vio en Manchatan, fuera del pueblo. En un principio dijo que era para pasar lo más caluroso del verano y por eso mandó construir una piscina y rodeó la casa con un jardín acotado por altos setos, para dar sensación de intimidad y alejamiento.

     Pero, una vez instalados, la ventaja de la lejanía se reveló como la mejor de todas. Fuera de las habladurías diarias de la gente del pueblo y, como no, de sus dos aburridas hermanas, era más difícil que llegara a los oídos de su esposa la verdad sobre su doble vida. Construyó una cuadra y compró un par de buenos caballos de paseo. Así se podrían entretener subiendo a la sierra en lugar de bajando al pueblo.

sábado, 12 de junio de 2010

MONTSERRAT


     Montserrat es misionera en Manchatan. Cuando decidió dedicarse a la vida religiosa, buscó algo que se adecuara a su manera de ser y de pensar. Le gustaba la idea de ser misionera porque así podría ayudar a la gente verdaderamente necesitada, mientras les enseñaba el único camino de salvación posible para sus almas inmortales. Pero le aterraban las altas temperaturas, los insectos y los animales de todo tipo que solían acechar a aquellos que vivían en las zonas típicamente misioneras. Tampoco le seducía la idea de tener que aprender idiomas que ni siquiera se escribían. Así que ingresó en una orden de misioneras urbanas y rurales, donde también había necesidades que cubrir y gente descreída que, a su modo de ver, casi era peor que decididamente infiel.

     Pero en Manchatan la gente cumplía escrupulosa y masivamente con los preceptos religiosos. Es posible que parte de ellos lo sintieran como una obligación más social que espiritual pero, indudablemente, la gran mayoría eran verdaderos creyentes que lo hacían por pura convicción. Por eso la llegada de inmigrantes magrebíes le supuso un nuevo aliciente. Estos si eran verdaderos infieles, amén de necesitados.

     La tarea, sin embargo, se reveló como muy difícil, por no decir imposible. Aquellos hombres apenas hablaban con la gente del pueblo y desde luego, no lo hacían con las mujeres. Las veces que les había visto en la calle reunidos en pequeños grupos y se había acercado a ellos, le habían hecho entender por gestos y alguna palabra en su rudimentario español que no tenían nada de que hablar con ella.

     Una tarde que estaba en casa de una de las vecinas de más edad, recién operada de cadera, vio llegar su primera oportunidad real. Sonó el timbre que anunciaba una visita y entró en la sala un muchacho al que ella identificó, sin lugar a dudas, como “morito”. El chico tenía una sonrisa espléndida y hablaba español estupendamente. Se interesó por la salud de la mujer, contó un par de anécdotas divertidas con las que ambas se rieron de buena gana y, después de desearle a la convaleciente una pronta mejoría, empezó a despedirse. Montserrat se las ingenió para dar por concluida la visita con naturalidad y salir al mismo tiempo que él.

     Una vez en la calle, caminó a su lado y empezó por preguntarle cómo era que hablaba tan bien el español. Él la miró poniendo cara de inocencia suprema y le dijo que llevaba en Manchatan desde que tenía 9 años. “¿Y cómo llegaste?”, quiso saber. “Porque, estando en Marruecos conocí a un matrimonio de aquí, que estaba de vacaciones y me vine con ellos”. “¿Y tus padres?”. “Mis padres me vendieron por 10.000 pesetas, pero no se preocupe usted que mis padres españoles son muy buenos conmigo”. “¿Y estás bautizado?”. “Sí”. ¿Y has hecho la comunión?” “También, lo que no he hecho es la confirmación. Pero perdone, que tengo que ir a hacer un mandao y ya llego tarde”.

     Tras este diálogo, Montserrat pensó que aunque el morito fuera cristiano, estaba sin confirmar y eso quería decir que las convicciones no debían de ser muy firmes. ¡Ahí había un trabajo que hacer!.

     La siguiente vez que lo vio iba del brazo de María, una de las buenas feligresas de la parroquia. “¿Qué tal María?”. “Bien, aquí con mi hijo dando un paseo”. “Ya, le conocí el otro día. Por cierto, qué buena labor han hecho ustedes con él”. “¿Nosotros? ¿con él?, ay, mire hermana, que no la entiendo”. “Pues que le compraron a sus padres en Marruecos, donde estaba comidito de piojos y aquí le han dado una educación y un futuro”.

     María miró a su hijo y exclamó con verdadero enojo “David, ¡cómo has podido!” y a continuación le dijo a Montserrat que él era su hijo biológico, legal y natural y que le disculpara. Pero ya Montserrat, presa de una furia más humana que divina, había levantado la mano y, con todas sus fuerzas le estaba propinando un sonoro bofetón.

lunes, 7 de junio de 2010

MARGARITA Y MILAGRO y III

     
     Esa misma noche mientras se estaba quedando dormida, le vino a la mente una melodía que le cantaba su madre cuando era niña y se despertaba llorando y gritando aterrada por los monstruos que poblaban sus pesadillas. Al oírla automáticamente dejaba de gritar, como para no perderse ni una nota y sus lágrimas daban paso a unos largos hipidos y sorbidas de mocos que se alternaban hasta que su madre sacaba un pañuelo grande y blanco, siempre arrugado pero limpio, que guardaba en el bolsillo de su bata y le limpiaba las lágrimas y mocos sin dejar de cantar.

     No la había vuelto a recordar, quizás porque desde la adolescencia, no había vuelto a experimentar ningún tipo de terror. Pero ahora la recordaba tan nítidamente como si las notas se produjeran en el interior de su cerebro y se expandieran por la bóveda del cráneo aumentando su resonancia al chocar contra las paredes interiores, como tratando de llegar al exterior.

     La presión se le hizo tan fuerte que se sintió impelida a emitirla como único alivio posible, inmediatamente cesó toda sensación de malestar y a medida que las notas iban fluyendo a través de sus labios como emitidas por un ser ajeno a ella, su cuerpo se iba relajando y su hijo, en su interior, se desperezaba como preparándose a dormir al unísono.

     Repetir una y otra vez aquella melodía se convirtió para ella en un acto tan mecánico como respirar, a veces era apenas un susurro que podía pasar desapercibido, pero otras lo cantaba a pleno pulmón alargando especialmente las notas más agudas.

     Cuando llegó la hora del parto, en lugar de sentir las dolorosas contracciones uterinas, sintió una presión en su cerebro tan intensa que le hizo gritar la melodía con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. El equipo médico que no se atrevió a anestesiarla, tuvo que hacerse oír en medio del torrente de sonidos que emitía sin fin la garganta de Margarita. Nunca se había presenciado una algarabía de tal calibre que acallaba incluso los gritos de dolor de otras parturientas.

     El pediatra que esperaba este nacimiento tanto como el ginecólogo para poder escribir alguna ponencia sobre los “efectos colaterales de diversas terapias en los embriones humanos” elaborada con material de primera mano y sin la intervención de ningún Menguele que le diera problemas de conciencia, observó con avidez la cabecita que asomaba al exterior y enseguida todo el cuerpecillo. Era una niña, una niña aparentemente normal que respondió a todos los estímulos igual que cualquier otro bebé.

     La única cosa que sucedió, verdaderamente extraordinaria, fue que el vagido que emitió tras las palmadas de rigor, no fue un llanto común, sino un llanto que seguía las notas de la melodía que su madre continuaba emitiendo aunque ya muy débilmente. Pero de eso solo se dio cuenta Margarita cuya boca dejo de cantar para extenderse en una sonrisa de triunfo. La misma que seguía teniendo dentro de la caja donde la pusieron vestida con su traje de novia, aún tan reciente; y que seguía luciendo cuando cerraron la tapa para enterrarla. Pero eso no lo pudo ver su marido porque se le quedaron para siempre dos lágrimas en los ojos que le impidieron ver correctamente hasta que fue a reunirse con ella años más tarde. Por eso en el momento de morir gritó de pronto ¡veo! aunque los que allí estaban lo interpretaron de otra manera.

martes, 1 de junio de 2010

MARGARITA Y MILAGRO II


     Hacía poco que salían juntos y ella se admiró de cómo aquellas manos de apariencia ruda y curtidas por el trabajo en el campo, fueron capaces de separar suavemente las plumas hasta encontrar la herida, un perdigonazo que le había propinado uno de esos chiquillos que empezaban a llegar los fines de semana con un equipo reluciente y una escopeta en sus insensibles manos y que eran nietos de gentes del lugar.

     Él oprimió el botón para llamar a la enfermera mientras seguía susurrándole palabras tranquilizadoras “ya pasó lo peor”, “ahora estás... casi bien”.

     Se dejó llevar por la sensación de tranquilidad que le daban su voz y sus caricias y escuchó las explicaciones que le dieron acerca de su estado, con serenidad. Al parecer su corazón tenía una válvula, algo que ella imaginó como una especie de grifo, muy estrecha y no habían tenido más remedio que cambiarla por otra artificial.

     Cuatro meses más tarde recibió la esperada noticia.

     — Mañana le damos el alta.

     Su marido le llevó la ropa que ella le pidió y fue al intentar ponérsela cuando se dio cuenta de lo que había engordado; el vestido le quedaba realmente estrecho. Intentaba recordar el aspecto que tenían los conocidos que habían estado hospitalizados, al darles el alta y los veía a todos pálidos, ojerosos y con bastantes kilos menos. Claro que ninguno había estado cuatro meses sin hacer más ejercicio que pasear pasillo arriba y pasillo abajo. A lo mejor era eso, seguro que era eso. “En poco tiempo, en cuanto recupere mi ritmo de vida, adelgazaré” –pensó− Pero al mes siguiente se hizo evidente que aquello era otra cosa. El médico no hizo sino confirmarlo: estaba embarazada de 24 semanas.

     El terror se apoderó de ella, le vinieron a la mente todas las historias de niños deformes que le habían contado en su vida y se imaginó con uno de aquellos monstruos en los brazos, intentando sentirlo como hijo suyo.

     Suponía que un feto capaz de seguir vivo después de todo lo que le habían inyectado y hecho aspirar a su madre, era imposible que fuera enteramente normal. Y si no tenía apariencia monstruosa seguro que tenía destrozados los pulmones o los riñones o, más probablemente, el corazón. Su hijo, porque en ese mismo instante dejó de ser “el feto”, se revolvió con fuerza en su interior y ella lo sintió como un mensaje que le enviaba y casi le oyó susurrar “estoy bien, tranquila”.

sábado, 29 de mayo de 2010

MARGARITA Y MILAGRO


     
     En Manchatan también hay historias con su toque de magia o de hecho extraordinario, como la de Margarita y Milagro que hoy pasea por sus calles. Todo comenzó aquella mañana en la que Margarita, como tantas otras veces, se encaminaba al mercado. Estaba pensando en lo que prepararía para comer, cuando sintió una punzada súbita y aguda en el corazón, que le cortó el aliento y le obligó a apoyarse en el muro de una casa. Había durado apenas un instante, pero le dejó una sensación de dolor que duró todo el día.

     No se le ocurrió contárselo a nadie y menos a su marido por una razón muy simple, aquella mañana al despertar, ambos sintieron la necesidad de tocarse que, enseguida, se transformó en algo más, pero ¡ay! el tiempo, el gran enemigo de nuestras vidas, no les permitió seguir adelante y se emplazaron para la noche. La cita con el notario para escriturar unas tierras, no admitía demora. Si le contaba el suceso seguro que anularía sus planes; la considera frágil y delicada y se apresura a cerrar las ventanas si estornuda una sola vez y a cubrirla con su chaqueta en cuanto presiente un escalofrío suyo. Así pues, calló.

     Un mes más tarde un dolor mucho más fuerte, que parecía no tener fin, la atenazó quitándole el sentido. Cuando empezó a tener conciencia de sí misma, se sintió horriblemente mal, el cuerpo dolorido, un sabor acre en la garganta y la boca reseca y áspera como si acabase de comer un kaki no suficientemente maduro, como aquel que le trajo una vez su marido de la ciudad, entusiasmado por haber conseguido algo tan exótico para ella.

     Los párpados le pesaban y las pestañas parecían estar selladas con silicona, como la que usaba para sellar las uniones, siempre inseguras, entre el cristal y el marco de madera vieja de las ventanas de su casa. Hizo un verdadero esfuerzo y logró entreabrirlos, pero era como si verdaderamente fueran de plomo y no pudiera soportar su peso. De nuevo en la oscuridad trató de enlazar las imágenes entrevistas en ese breve momento, con los ambientes conocidos de su casa, pero no hubo forma, se esforzó entonces en salir del sopor y abrir de nuevo aquellas compuertas que le bloqueaban la vista. Lo logró en el mismo momento en que su marido abría la puerta.

     —¡Margarita!, ¡estás despierta! −gritó susurrando, que era algo que sabía hacer muy bien cuando hacían el amor− Pero su garganta se negó a emitir palabra alguna y sólo dejó escapar un sonido quejumbroso. Mientras él le acariciaba suavemente el pelo y le murmuraba, ¿cómo estás?, ¿cómo te sientes?, apreció que se encontraba indudablemente en un hospital. A través de su brazo izquierdo su cuerpo recibía la sangre que estaba en una bolsa suspendida de la inconfundible percha hospitalaria.

     Alzó muy lentamente, o así se lo parecía a ella, su brazo derecho hasta que su mano tropezó con lo que le oprimía las ventanas de la nariz.

     — Es el oxígeno −le dijo mientras le retiraba suavemente la mano que retuvo en la suya, acariciándosela con la misma delicadeza y ternura que aquella vez que recogió en la puerta de la casa de sus padres, un pajarillo herido.

jueves, 27 de mayo de 2010

MARTINA


     Martina habla con los muertos, pero no con cualquiera, solo con los de su familia, esa es su especialidad. Cuando recibe la visita de uno de ellos, le pregunta qué es lo que quiere porque supone que lo que necesitan es comunicarle cosas que quedaron pendientes cuando la muerte les sorprendió. Ella sabe que la muerte nos sorprende a todos porque todos, excepciones puntuales aparte, nos creemos inmortales o, por lo menos, nos comportamos como si lo fuéramos. Consecuentemente, ella les pregunta, les escucha y después transmite sus peticiones. Nunca ha recibido quejas de ninguno de ellos, así que supone que su labor está bien hecha.

     En una ocasión reveló dónde estaba guardado el testamento ológrafo que su abuelo había dejado escrito y del que nadie tenía conocimiento, su aparición sirvió para acabar con las disputas que se habían entablado entre sus hijos. Otra vez fue su tía la que le dijo dónde había guardado los pendientes que pensaba regalarle a la nieta que ya nunca pudo conocer personalmente.

     Como se puede suponer, a Martina no le resultó fácil que su familia pasara de calificarla como una loca en ciernes a darle credibilidad, pero los hechos terminaron por imponerse. Ahora incluso le piden que se comunique con ellos para que les aclare cuestiones pendientes, pero ella les dice que no puede, que su papel es el de una mera transmisora de las preocupaciones que se han llevado al más allá los miembros de su familia y que lo único que puede hacer es tratar de resolverlas. Además, aunque quisiera, no sabría qué hacer para iniciar el contacto, siempre tiene que esperar a que sean ellos los que la busquen.

     Hace unos días, Martina le dijo a sus hermanas que se le había aparecido la abuela Martina, “¿Y qué te ha dicho?”, le preguntaron rápidamente. “¿Os acordáis de la gargantilla de oro con su nombre que le regalamos entre todas?”, “Claro que nos acordamos, nuestros buenos dineros nos costó”, contestó su hermana mayor. “Pues me ha dicho que, como nos llamamos igual, la debería tener yo”. A lo que su hermana, rápida como el viento, replicó “Mira, no es que no crea que la abuela se te ha aparecido, pero lo que sí te puedo decir es que te ha mentido”.

     Hasta el momento Martina no ha vuelto a recibir mensajes del más allá.

domingo, 23 de mayo de 2010

AUTÉNTICAS GENTES DE MANCHATAN

MANUELA (y 3)




        El segundo encuentro de Manuela con la iglesia, si exceptuamos un tiempo en el que estuvo yendo a misa, en primera fila, porque le gustaba el monaguillo, se produjo cuando su hijo le dijo que todos los niños hacían la comunión y él era uno más.

        Manuela se había marchado de Manchatan nada más acabar la adolescencia y acababa de regresar con la experiencia que le habían proporcionado un matrimonio fugaz y la lucha cotidiana para sacar a su hijo adelante. Así que se presentó en la sacristía y le dijo al cura que su hijo, que acababa de llegar al pueblo, tenía edad de hacer la comunión y que, como ya había hecho 2 años de catequesis en Madrid, estaba suficientemente preparado. Fuese porque la locuacidad de ella fue suficiente, o porque él prefirió creerla para no complicarse la vida, el caso es que consiguió su propósito.

        El niño se integró en la catequesis y Manuela respiró aliviada, pero por poco tiempo. La siguiente complicación surgió cuando su hijo le dijo que los padres tenían que confesarse y comulgar con ellos. ¡Y otra vez a visitar al cura!, se dijo.

        Se acercó al confesionario y al “Ave María Purísima” del confesor, ella contestó con un “Buenas”. A continuación le dijo “Mire padre, yo hace mucho que no me confieso, tanto que ni se cuánto”, “Bueno hija, ya será menos. Si tu hijo tiene 8 años, tampoco hará tanto que te casaste ¿no?”, “Uy no, que yo me casé por lo civil y además, le digo una cosa, yo pecado, lo que se dice pecado considero matar y…. poco más y yo nunca he matado a nadie”.

        Manuela, con un elegante traje comprado para la ocasión, acompañó a su hijo a cumplir con lo que para ella fue su primer rito de integración social.

jueves, 13 de mayo de 2010

MANUELA (Continuación)

Manuela tenía 14 años cumplidos, cuando su familia dejó el cortijo y se vino a vivir a Manchatan. Por primera vez fue a la Escuela. Su madre le había enseñado a leer, a escribir y las cuatro reglas y ella, como todos los niños del mundo, pensaba que su vida había sido más o menos igual que la de aquellos que llenaban el aula. Tardó muy poco en darse cuenta de que no era así. Allí se hablaba de cosas que ella ni siquiera había podido imaginar que existiesen, pero eso no era lo peor, lo que le llenó de tristeza, frustración y finalmente, desesperación, fue ver que sus compañeros comprendían perfectamente lo que la maestra les explicaba. También por primera vez, supo lo que significaba sentirse estafada.

Cuando llegó a su casa buscó un rincón donde llorar sin que nadie la viera, todavía llora cuando lo recuerda porque el sentimiento sigue tan vivo en su interior como entonces y se prometió a sí misma romper aquella barrera de conocimientos que la separaba del resto de los alumnos. Pero lo haría sola, así no tendría que enfrentarse a las miradas, los codazos y las risitas de los demás ni, lo que era peor, a la mirada estupefacta de la maestra ante su total desconocimiento de lo que allí se trataba.

Claro que podía haberles dicho lo mucho que sabía ella de la naturaleza, de la cantidad de plantas que conocía y de sus usos; de cuándo entraban en celo los animales y cuándo parían y si necesitaban o no ayuda para hacerlo. De las fases de la luna, que tan importante era para que todo creciese adecuadamente. Hasta de cómo sabía calcular el tiempo mirando dónde estaba el sol y la época del año mirando a las estrellas. Pero Manuela solo pensó en sus carencias y en la vergüenza que le daba tenerlas y, por encima de todo, no haber sabido que las tenía. No volvió nunca más a la escuela.

Cuando descubrió que a los 10 años, “lo más tardar”, todos los niños habían hecho la Primera Comunión y que no contarse entre ellos era otro motivo de gran vergüenza, se encontraba más preparada. Manuela no era experta en relaciones sociales, su mundo compuesto por sus hermanos, sus padres y los habitantes de los cortijos vecinos, no incluía a desconocidos. A pesar de ello, o a lo mejor por eso mismo, no tardó en hacer amigas. Ellas le enseñaron que los domingos había que vestirse con lo mejor que se tenía para ir a misa, a la de 12, le recalcaron, para que todo el mundo te vea. Y con ellas se fue a cumplir con aquel rito más social que religioso.

No paró de hacer preguntas, que por qué había gente que se metía en aquella especie de kiosco pequeñito donde se ocultaba un hombre vestido de negro, que por qué de repente todos se levantaban y ordenadamente se acercaban al altar, abrían la boca y el cura le ponía en la lengua un trocito de algo blanco que ellos se tragaban. Sus amigas no paraban de reírse tapándose la boca y escondiéndose la una detrás de la otra. Al salir le explicaron los principios en los que se basaba aquél ritual dominical y así supo que no tenía más remedio que integrarse en aquella comunidad y para empezar, debía hacer la Primera Comunión.

Su madre les había hecho aprenderse el catecismo y les había enseñado a rezar, también les obligaba a todos, una vez que estaban acostados, a que repitieran aquello de “cuatro esquinitas tiene mi cama”. Esa había sido toda su educación religiosa. Nunca un cura había visitado aquellos pagos donde habían vivido. No había ninguna iglesia, ni siquiera una ermita chiquitita a la que hubieran podido acudir puntualmente. Aquellas tierras estaban, literalmente, dejadas y alejadas de la mano de Dios,

Aquella mujer que había hecho todo lo que había podido con sus escasos conocimientos, se sintió culpable. Le compró a su hija un vestido nuevo, el primero que no había heredado de sus hermanas mayores y le dijo que hablaría con el cura para que le dejara ir a la catequesis y le permitiera cumplir con aquel rito imprescindible para todo buen cristiano.

Pero Manuela tenía otros planes. Una vez superados todos los trámites, se fue a la iglesia y de manera anónima, se acercó al altar a recibir la comunión como una más. Luego volvió a su casa y guardó el vestido para otra ocasión.

lunes, 10 de mayo de 2010

MANUELA
                      



Manuela se comió su primera naranja poco antes de cumplir los 4 años. Esto no pasaría de ser una anécdota sino fuera porque la recibió de manos de Franco. Manuela había nacido y vivía en un cortijo cuyas tierras, como las de los otros cortijos, eran coto privado de caza del “Generalísimo” que acudía, al menos una vez al año, para dar buena cuenta de los conejos, liebres, perdices y codornices que abundaban en ellas, sobre todo porque estaba rigurosamente prohibido cazar en cualquier época. Manuela tampoco conocía el sabor de estos animales, ni siquiera sabía que se pudieran comer, a lo mejor si lo hubiera sabido, alguna vez habría llenado aquel agujero que muchas veces se le formaba en el estómago.

Y es que, a pesar del hambre que a menudo acosaba a las familias, el miedo a los terribles castigos que se le imponían al que no respetaba la prohibición, les impedía remediarla con alguno de aquellos bichos que saltaban delante de las narices de uno mismo, como si de una burla se tratase. Manuela y sus ocho hermanos conocían todo lo que se criaba en aquellas tierras dejadas de la mano de cualquier dios. Nada más sostenerse sobre sus piernas habían aprendido a distinguir todo lo comestible de lo que no lo era y cuándo estaba en sazón. Recogían collejas, caracoles, higos, moras, almendras tiernas, alcauciles… y solo comían algo a escondidas, cuando el hambre apretaba con fuerza sus pequeñas entrañas, por lo general lo llevaban a la casa para que su madre lo distribuyera equitativamente. Primero el padre, que era el que se deslomaba todo el día para que pudieran tener un techo donde cobijarse, luego los hijos mayores que trabajaban tanto como el padre, después los demás y la última la madre. Así se había hecho siempre.

Así que cuando ella alargó su manita para recoger aquello tan grande y de un color tan hermoso, lo hizo sabiendo que estaba asistiendo a algo casi histórico. Lo primero que hizo fue apretar la fruta contra su pecho, pero aquél hombre que mandaba en todos los que a su alrededor se movían, le dijo que la pelara y se la comiera y ella le obedeció sin chistar.

Aquél fruto, lleno de un jugo que le chorreaba por los brazos y las comisuras de los labios, hizo algo más que amortiguar su hambre constante, dejó una semilla en su interior que brotaría más adelante y que le impulsaría a buscar cosas, personas, caras y lugares nuevos, era la semilla del deseo de acercarse a lo desconocido hasta hacerlo real, próximo y, por fin, cotidiano.

Continuará

lunes, 19 de abril de 2010

ROSARIO

Rosario ve luces. Pero no es de ahora, las ve desde que tiene memoria. Cuando empezó a ir a la catequesis, le puso nombre. “Es el Señor, porque el Señor es luz y siempre que se aparece está envuelto en luz y yo solo veo la luz porque soy una pobre pecadora, no como las mujeres a las que se apareció después de su resurrección, que hasta le conocieron personalmente y todo, de santas que eran” Pero no se lo dijo a nadie, como a nadie le había dicho lo que veía.

Las luces las ve, no de frente, sino como por el rabillo del ojo. Atraviesan velozmente el sitio donde ella se encuentra, así que cuando las ve y se vuelve para encararlas, ya han desaparecido. Pero ella sabe que han pasado, sabe que forman un haz que está compuesto de muchas luces independientes pero interconectadas entre sí, aunque no lo explique de esta manera.

Con el tiempo, se ha dado cuenta de que preceden a hechos o situaciones o etapas de su propio desarrollo, que están revestidos de verdadera importancia. Le sirven de anuncio, es como si le dijeran “venga, prepárate, que llegan momentos importantes en tu vida” y ella, desde que supo que era así, siempre les ha hecho caso. Le sirvió para prepararse para un matrimonio concertado y desprovisto de amor, cuando aún no había tenido tiempo de saber de qué cosas estaba formada la vida. También para enfrentarse al maltrato que vino después y a los problemas que le iban dando los muchos hijos que fue trayendo al mundo.

Pero las luces no solo auguraban malos momentos, contar sólo esto sería terriblemente injusto. También precedían a felicidades fulgurantes, tan luminosas y fugaces como ellas mismas. Pero de éstas hubo tan pocas, que por eso Rosario recuerda sobre todo las que la preparaban para el sufrimiento.
A lo mejor, ese estar preparada para enfrentarse a lo peor es lo que ha hecho que Rosario sea una mujer alegre, siempre dispuesta a reír casi por cualquier motivo. Ella, de cuerpo menudo, camina airosa por la calle, con sus 80 años a cuestas, cargados de sinsabores, como si no le pesaran ni le importaran y es muy posible que así sea.

viernes, 9 de abril de 2010

Después de mucho tiempo, vuelvo a reaparecer. Dentro de poco espero estar con regularidad con todos vosotros. Mientras tanto ahí os dejo la segunda y última parte de la historia de Andrea.

ANDREA (continuación)

Los años transcurrieron, quiero creer que felices para ellas, hasta que Remedios enfermó. Se supo enseguida que, a pesar del nombre que llevaba y del que parecía hacer gala, no había remedio para lo suyo y que no tardaría mucho en morir. Antes de que las fuerzas le fallaran, Remedios salió de buena mañana de su casa, completamente sola y dirigió sus pasos hasta el autobús de línea para ir a la capital. Allí, se supo más tarde, visitó a un notario, con el que previamente debía haber hablado, e hizo testamento. Luego compró una botella de champagne por primera vez en su vida, dos copas y una caja de bombones y con todo ello, volvió a su casa.

Ya nunca más salió, la siguiente vez que los vecinos la vieron iba dentro de su ataúd. Al volver a casa tras el entierro, el marido, según la versión de uno que por allí pasaba, le señaló la puerta y le dijo, “tienes 2 horas para recoger todo lo tuyo y llevártelo en las mismas dos maletas que trajiste, ni un bulto más”.

Andrea se fue con la frente alta, como siempre había caminado y se dirigió a su casa familiar, ahora cerrada y vacía tras la muerte de sus padres unos años atrás. Allí se instaló y, como guardando luto, dejó transcurrir un tiempo antes de salir. Cuando lo hizo nadie se acercó a darle las condolencias hasta que se cruzó con Catalina, una mujer más joven que ella, alegre, dicharachera, que se hacía querer y era querida por casi todo el mundo. Ya sabemos que la universalidad en los buenos sentimientos, nunca es absoluta. Andrea se sintió sorprendida, la conocía, era imposible lo contrario, pero nunca había cruzado con ella más de un saludo casual. Catalina la abrazó y, al separarse, la cogió por los hombros y mirándole a los ojos, le dijo, “estoy para todo lo que quieras”, así, subrayando el todo, para que no cupieran dudas de lo amplio de su oferta. “Mañana, me acercaré a tu casa a charlar un rato contigo, si no es molestia, claro”. “No, claro que no”, contestó Andrea. No tuvo fuerzas parar rechazar la única oferta de amistad que había recibido desde que era una niña y nada se sabía de su amor por Remedios.

Al día siguiente a eso de las 5 de la tarde, Catalina llamó a la puerta de Andrea ante la atenta mirada de una vecina que, en cuanto Catalina traspasó la puerta cerrándola a su espalda, le faltó tiempo para ir a contar a su hermana y a su mejor amiga lo que acababa de presenciar. En el interior de la casa, conscientemente ajenas a los comentarios que ya volaban hacia las cuatro direcciones de Manchatan, ambas mujeres comenzaron a conocerse.

Cuando se abrió el testamento se supo que Remedios le había dejado a Andrea la casa, los muebles y las joyas y a su marido el dinero. Al salir de la lectura en el despacho del notario, el marido se colocó junto a Andrea y masculló entre dientes “jamás, ¿me oyes?, jamás volverás a tocar algo que ella tocó y mucho menos vivir en su casa”. Él buscó un abogado y consiguió quedarse con todo, Andrea no se defendió, simplemente actuó como si todo aquello no fuera con ella. Al que se atrevió a  preguntar, porque la curiosidad era mucha, ella contestó con un simple “yo solo la quería a ella” y al “pero, mujer, sus cosas te la recordarían” opuso “su recuerdo estará por siempre en mi corazón, no hay lugar más seguro” y se dio la vuelta sin despedirse.

Han pasado los años y Catalina y Andrea siguen juntas. Nunca han compartido casa, pero la vida de cada una es la de la otra. Ya no están solas, los nuevos tiempos y las nuevas costumbres han llegado hasta aquí y ahora son muchas las personas que no se plantean qué tipo de relación mantienen, solo buscan su alegre y animosa compañía porque, cuando se separan de ellas, les queda durante un buen rato una leve sonrisa entre los labios que es reflejo de lo que sienten sus corazones.

lunes, 22 de marzo de 2010

LA FALLA CENSURADA


Nunca se ha sabido de nadie, ni políticos ni famosos, que haya hecho retirar su ninot de una falla. En esto Manchatan ha sido pionera. La empleada de la ORA, irritada por la expectación que había despertado su imagen, exigió bajo amenazas de denuncia, la inmediata retirada. Así que, cual ninot indultat, a las 8 de la tarde había sido retirada. Las fotos dejan constancia de su presencia y puedo afirmar que todas las conversaciones de la tarde-noche, tuvieron un espacio para ella. Todo el mundo coincidió en hacer dos afirmaciones: su marido es una bellísima persona y ella es una auténtica fiera corrupia. 

viernes, 19 de marzo de 2010

LA FALLA DE MANCHATAN


Manchatan también celebra San José con una falla. Como es natural a los manchateños les preocupa la política nacional, el paro y la corrupción y en la falla están Rajoy y Zapatero rodeados de frases alusivas a esos temas candentes. Pero ellos están detrás, al fondo, como haciendo bulto, porque el personaje que  este año se ha llevado todas las visitas y todos los comentarios, ha sido la empleada del Ayuntamiento que recorre la zona ORA con su boleto de denuncias siempre calentito. Y es que, aunque parezca una barbaridad, en Manchatan se ha instaurado la ORA, este pueblo que se recorre a pie en unos 30 minutos, tiene las calles más cercanas al Consistorio bajo la advocación de la zona azul. Es tiempo de crisis y cualquier manera de recaudar se hace buena.
Como es natural, cuando las calles amanecieron ribeteadas de azul, todos los vecinos lo comentaron, incluso hubo muchos que se acercaron al Ayuntamiento para estar seguros de que a partir de ese momento debían pagar para estacionar su vehículo donde siempre lo habían hecho. Pero todas las miradas terminaron concentrándose en ella, la mujer que recorre la zona de manera constante. Y es que nadie hubiera podido elegir a alguien mejor, gesto adusto, actitud de plena disposición a recriminarte por cualquier motivo, nula capacidad de dialogar. En este pueblo en el que todo el mundo se saluda, ella camina sin reconocer a nadie y se comenta que le ha puesto una multa a su propio marido, que pensaba estar a salvo con eso de tenerla todas las noches a su lado ¡qué iluso!
Pues ese es el personaje protagonista oficioso de la falla y os dejo con la foto que da fe del hecho.

lunes, 15 de marzo de 2010

ANDREA

En Manchatan hay viejas historias de amor. Historias como la de Andrea, una mujer enamorada desde la infancia de Remedios, su mejor amiga, su compañera, su confidente y más tarde, al culminar la adolescencia, su amante. La relación en un pueblo de 6.000 habitantes y en el marco de los años 1950, no pasó inadvertida a pesar de que siempre se mantuvo en secreto y ambas fueron todo lo discretas que el amor permite ser.

Los padres de Remedios le buscaron un marido para intentar alejarla de aquella “mala influencia” y lo encontraron con bastante rapidez. La dote y el capital de los padres de la novia, fueron uno de los principales atractivos. Y no es que Remedios no fuera bonita, que lo era, pero los rumores, en un pueblo donde las noticias tardaban un máximo de 2 horas en recorrerlo, habían empañado la imagen de la joven. Nadie las había visto jamás en una actitud que les hiciera suponer que mantenían una relación amorosa, pero ya se sabe “cuando el río suena…” y eso era suficiente para darlo por hecho. El caso es que el novio aceptó la proposición y en un mes estuvieron ante el altar y ante todo el pueblo, diciéndose el “si quiero” de rigor.

En aquellos años, los novios no pasaban la noche de bodas en un hotel, por otra parte en el pueblo no había ninguno, ni siquiera una casa de huéspedes, ni una pensión. Tampoco se hacía viaje de luna de miel, solo los más adinerados y con una cierta dosis de fantasía, se permitían un par de días en la capital. Este no fue el caso de Remedios y su marido. Ellos pasaron la noche en la casa que el padre de ella les había regalado para que iniciaran su vida en común.

Nadie supo nunca qué pasó aquella noche, ni qué palabras se cruzaron entre ambos, pero lo que quedó claro es que aquello de marido y mujer, solo fueron palabras que pronunció el cura y que se quedaron resonando en el ámbito de la iglesia, sin que nunca lograran salir de allí.

Al día siguiente, a eso de mediodía, cuando las calles eran recorridas por buena parte de los habitantes y las paradas a saludar y comentar lo último sucedido, eran tan frecuentes que se podían tardar sus buenos 10 minutos en recorrer una calle de unos 50 números, Andrea, cargando con una maleta en cada mano, recorrió la distancia que separaba su casa de la que ahora era la de Remedios, se paró ante la puerta, dejó las maletas en el suelo y dio un buen par de golpes con el aldabón, que resonaron en toda la calle,  llamando tanto como a los que estaban en el interior, como a los que por allí pasaban. La puerta se abrió, Remedios se asomó y, tomando una de las maletas, se hizo a un lado y dejó pasar a Andrea.

Se empezó a decir que Remedios había tenido dos bodas, una ante el pueblo y otra ante los suficientes testigos como para que todo Manchatan se enterara en un brevísimo espacio de tiempo, vamos, como si también hubiera sido publicada en la puerta de la iglesia junto con las amonestaciones de la otra, la oficial.

Hay que decir, que nunca nadie vio cruzar ni media palabra entre Andrea y el marido de Remedios. Públicamente se ignoraban. El marido se cruzaba de acera cuando la veía venir por la calle. Ella continuaba por su camino, un punto desafiante y si el encuentro se había hecho inevitable, ambos miraban al aire que los separaba como si el otro fuera humo. No se sabe qué era lo que sucedía en el interior del hogar, aunque mucho se hablaba de ello en todos los corrillos que se formaban en la plaza. Nadie, ni los vecinos ni los que por la puerta de su casa discurrían, les escuchó jamás discutir, nunca se oyeron gritos ni se supo de amenazas, tanto públicas como privadas.
Continuará...