sábado, 29 de mayo de 2010

MARGARITA Y MILAGRO


     
     En Manchatan también hay historias con su toque de magia o de hecho extraordinario, como la de Margarita y Milagro que hoy pasea por sus calles. Todo comenzó aquella mañana en la que Margarita, como tantas otras veces, se encaminaba al mercado. Estaba pensando en lo que prepararía para comer, cuando sintió una punzada súbita y aguda en el corazón, que le cortó el aliento y le obligó a apoyarse en el muro de una casa. Había durado apenas un instante, pero le dejó una sensación de dolor que duró todo el día.

     No se le ocurrió contárselo a nadie y menos a su marido por una razón muy simple, aquella mañana al despertar, ambos sintieron la necesidad de tocarse que, enseguida, se transformó en algo más, pero ¡ay! el tiempo, el gran enemigo de nuestras vidas, no les permitió seguir adelante y se emplazaron para la noche. La cita con el notario para escriturar unas tierras, no admitía demora. Si le contaba el suceso seguro que anularía sus planes; la considera frágil y delicada y se apresura a cerrar las ventanas si estornuda una sola vez y a cubrirla con su chaqueta en cuanto presiente un escalofrío suyo. Así pues, calló.

     Un mes más tarde un dolor mucho más fuerte, que parecía no tener fin, la atenazó quitándole el sentido. Cuando empezó a tener conciencia de sí misma, se sintió horriblemente mal, el cuerpo dolorido, un sabor acre en la garganta y la boca reseca y áspera como si acabase de comer un kaki no suficientemente maduro, como aquel que le trajo una vez su marido de la ciudad, entusiasmado por haber conseguido algo tan exótico para ella.

     Los párpados le pesaban y las pestañas parecían estar selladas con silicona, como la que usaba para sellar las uniones, siempre inseguras, entre el cristal y el marco de madera vieja de las ventanas de su casa. Hizo un verdadero esfuerzo y logró entreabrirlos, pero era como si verdaderamente fueran de plomo y no pudiera soportar su peso. De nuevo en la oscuridad trató de enlazar las imágenes entrevistas en ese breve momento, con los ambientes conocidos de su casa, pero no hubo forma, se esforzó entonces en salir del sopor y abrir de nuevo aquellas compuertas que le bloqueaban la vista. Lo logró en el mismo momento en que su marido abría la puerta.

     —¡Margarita!, ¡estás despierta! −gritó susurrando, que era algo que sabía hacer muy bien cuando hacían el amor− Pero su garganta se negó a emitir palabra alguna y sólo dejó escapar un sonido quejumbroso. Mientras él le acariciaba suavemente el pelo y le murmuraba, ¿cómo estás?, ¿cómo te sientes?, apreció que se encontraba indudablemente en un hospital. A través de su brazo izquierdo su cuerpo recibía la sangre que estaba en una bolsa suspendida de la inconfundible percha hospitalaria.

     Alzó muy lentamente, o así se lo parecía a ella, su brazo derecho hasta que su mano tropezó con lo que le oprimía las ventanas de la nariz.

     — Es el oxígeno −le dijo mientras le retiraba suavemente la mano que retuvo en la suya, acariciándosela con la misma delicadeza y ternura que aquella vez que recogió en la puerta de la casa de sus padres, un pajarillo herido.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Leo tus relatos y rescato de la memoria una frase que alguien dijo: las historias sólo le suceden a aquellas personas que son capaces de contarlas. Eso es lo que te pasa a tí. Un abrazo.

Marián dijo...

Gracias bella. Mi familia no me dejó nada material, pero sí el gen que posibilita contar historias. La gente me cuenta cosas y la red me permite ofrecéroslas a vosotros. Así se cierra el círculo.