jueves, 13 de mayo de 2010

MANUELA (Continuación)

Manuela tenía 14 años cumplidos, cuando su familia dejó el cortijo y se vino a vivir a Manchatan. Por primera vez fue a la Escuela. Su madre le había enseñado a leer, a escribir y las cuatro reglas y ella, como todos los niños del mundo, pensaba que su vida había sido más o menos igual que la de aquellos que llenaban el aula. Tardó muy poco en darse cuenta de que no era así. Allí se hablaba de cosas que ella ni siquiera había podido imaginar que existiesen, pero eso no era lo peor, lo que le llenó de tristeza, frustración y finalmente, desesperación, fue ver que sus compañeros comprendían perfectamente lo que la maestra les explicaba. También por primera vez, supo lo que significaba sentirse estafada.

Cuando llegó a su casa buscó un rincón donde llorar sin que nadie la viera, todavía llora cuando lo recuerda porque el sentimiento sigue tan vivo en su interior como entonces y se prometió a sí misma romper aquella barrera de conocimientos que la separaba del resto de los alumnos. Pero lo haría sola, así no tendría que enfrentarse a las miradas, los codazos y las risitas de los demás ni, lo que era peor, a la mirada estupefacta de la maestra ante su total desconocimiento de lo que allí se trataba.

Claro que podía haberles dicho lo mucho que sabía ella de la naturaleza, de la cantidad de plantas que conocía y de sus usos; de cuándo entraban en celo los animales y cuándo parían y si necesitaban o no ayuda para hacerlo. De las fases de la luna, que tan importante era para que todo creciese adecuadamente. Hasta de cómo sabía calcular el tiempo mirando dónde estaba el sol y la época del año mirando a las estrellas. Pero Manuela solo pensó en sus carencias y en la vergüenza que le daba tenerlas y, por encima de todo, no haber sabido que las tenía. No volvió nunca más a la escuela.

Cuando descubrió que a los 10 años, “lo más tardar”, todos los niños habían hecho la Primera Comunión y que no contarse entre ellos era otro motivo de gran vergüenza, se encontraba más preparada. Manuela no era experta en relaciones sociales, su mundo compuesto por sus hermanos, sus padres y los habitantes de los cortijos vecinos, no incluía a desconocidos. A pesar de ello, o a lo mejor por eso mismo, no tardó en hacer amigas. Ellas le enseñaron que los domingos había que vestirse con lo mejor que se tenía para ir a misa, a la de 12, le recalcaron, para que todo el mundo te vea. Y con ellas se fue a cumplir con aquel rito más social que religioso.

No paró de hacer preguntas, que por qué había gente que se metía en aquella especie de kiosco pequeñito donde se ocultaba un hombre vestido de negro, que por qué de repente todos se levantaban y ordenadamente se acercaban al altar, abrían la boca y el cura le ponía en la lengua un trocito de algo blanco que ellos se tragaban. Sus amigas no paraban de reírse tapándose la boca y escondiéndose la una detrás de la otra. Al salir le explicaron los principios en los que se basaba aquél ritual dominical y así supo que no tenía más remedio que integrarse en aquella comunidad y para empezar, debía hacer la Primera Comunión.

Su madre les había hecho aprenderse el catecismo y les había enseñado a rezar, también les obligaba a todos, una vez que estaban acostados, a que repitieran aquello de “cuatro esquinitas tiene mi cama”. Esa había sido toda su educación religiosa. Nunca un cura había visitado aquellos pagos donde habían vivido. No había ninguna iglesia, ni siquiera una ermita chiquitita a la que hubieran podido acudir puntualmente. Aquellas tierras estaban, literalmente, dejadas y alejadas de la mano de Dios,

Aquella mujer que había hecho todo lo que había podido con sus escasos conocimientos, se sintió culpable. Le compró a su hija un vestido nuevo, el primero que no había heredado de sus hermanas mayores y le dijo que hablaría con el cura para que le dejara ir a la catequesis y le permitiera cumplir con aquel rito imprescindible para todo buen cristiano.

Pero Manuela tenía otros planes. Una vez superados todos los trámites, se fue a la iglesia y de manera anónima, se acercó al altar a recibir la comunión como una más. Luego volvió a su casa y guardó el vestido para otra ocasión.

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