lunes, 10 de mayo de 2010

MANUELA
                      



Manuela se comió su primera naranja poco antes de cumplir los 4 años. Esto no pasaría de ser una anécdota sino fuera porque la recibió de manos de Franco. Manuela había nacido y vivía en un cortijo cuyas tierras, como las de los otros cortijos, eran coto privado de caza del “Generalísimo” que acudía, al menos una vez al año, para dar buena cuenta de los conejos, liebres, perdices y codornices que abundaban en ellas, sobre todo porque estaba rigurosamente prohibido cazar en cualquier época. Manuela tampoco conocía el sabor de estos animales, ni siquiera sabía que se pudieran comer, a lo mejor si lo hubiera sabido, alguna vez habría llenado aquel agujero que muchas veces se le formaba en el estómago.

Y es que, a pesar del hambre que a menudo acosaba a las familias, el miedo a los terribles castigos que se le imponían al que no respetaba la prohibición, les impedía remediarla con alguno de aquellos bichos que saltaban delante de las narices de uno mismo, como si de una burla se tratase. Manuela y sus ocho hermanos conocían todo lo que se criaba en aquellas tierras dejadas de la mano de cualquier dios. Nada más sostenerse sobre sus piernas habían aprendido a distinguir todo lo comestible de lo que no lo era y cuándo estaba en sazón. Recogían collejas, caracoles, higos, moras, almendras tiernas, alcauciles… y solo comían algo a escondidas, cuando el hambre apretaba con fuerza sus pequeñas entrañas, por lo general lo llevaban a la casa para que su madre lo distribuyera equitativamente. Primero el padre, que era el que se deslomaba todo el día para que pudieran tener un techo donde cobijarse, luego los hijos mayores que trabajaban tanto como el padre, después los demás y la última la madre. Así se había hecho siempre.

Así que cuando ella alargó su manita para recoger aquello tan grande y de un color tan hermoso, lo hizo sabiendo que estaba asistiendo a algo casi histórico. Lo primero que hizo fue apretar la fruta contra su pecho, pero aquél hombre que mandaba en todos los que a su alrededor se movían, le dijo que la pelara y se la comiera y ella le obedeció sin chistar.

Aquél fruto, lleno de un jugo que le chorreaba por los brazos y las comisuras de los labios, hizo algo más que amortiguar su hambre constante, dejó una semilla en su interior que brotaría más adelante y que le impulsaría a buscar cosas, personas, caras y lugares nuevos, era la semilla del deseo de acercarse a lo desconocido hasta hacerlo real, próximo y, por fin, cotidiano.

Continuará

3 comentarios:

Unknown dijo...

Querida Borondón: no sé si estas lágrimas que me asoman han sido porque casi he sentido el jugo de la naranja al ser pelada o por la dureza de tu relato. Seguramente por ambos motivos.Gracias por darle ese final tan positivo a una época tan injusta y cruel.

Y además me has despertado muchos recuerdos de la infancia, en los que comer una naranja de esas que huelen y saben a naranja, no a corcho, era un momento muy especial. Un abrazo.

KALMA dijo...

Hola Borondon!
Manuela aprendió del brillo de una naranja el lustre de su vida.
Y me viene a la cabeza las historietas de mi madre, la 3 de 8 hermanos, que crecio en un pueblo de Huelva, lo solicitadas que estaban las chumberas, cuando te habla de esa época y ves sus ojos ¡Le hacen chiribitas hablando de los higos chumbos! Hago un simil y la imagino con el néctar de una fruta sabrosa, le hubiese resultado increible.
Besotes guapa.

Marián dijo...

Me alegro mucho de haber despertado en vosotras, sentimientos y recuerdos con mis historias. Seguiré intentándolo. Gracias