lunes, 19 de abril de 2010

ROSARIO

Rosario ve luces. Pero no es de ahora, las ve desde que tiene memoria. Cuando empezó a ir a la catequesis, le puso nombre. “Es el Señor, porque el Señor es luz y siempre que se aparece está envuelto en luz y yo solo veo la luz porque soy una pobre pecadora, no como las mujeres a las que se apareció después de su resurrección, que hasta le conocieron personalmente y todo, de santas que eran” Pero no se lo dijo a nadie, como a nadie le había dicho lo que veía.

Las luces las ve, no de frente, sino como por el rabillo del ojo. Atraviesan velozmente el sitio donde ella se encuentra, así que cuando las ve y se vuelve para encararlas, ya han desaparecido. Pero ella sabe que han pasado, sabe que forman un haz que está compuesto de muchas luces independientes pero interconectadas entre sí, aunque no lo explique de esta manera.

Con el tiempo, se ha dado cuenta de que preceden a hechos o situaciones o etapas de su propio desarrollo, que están revestidos de verdadera importancia. Le sirven de anuncio, es como si le dijeran “venga, prepárate, que llegan momentos importantes en tu vida” y ella, desde que supo que era así, siempre les ha hecho caso. Le sirvió para prepararse para un matrimonio concertado y desprovisto de amor, cuando aún no había tenido tiempo de saber de qué cosas estaba formada la vida. También para enfrentarse al maltrato que vino después y a los problemas que le iban dando los muchos hijos que fue trayendo al mundo.

Pero las luces no solo auguraban malos momentos, contar sólo esto sería terriblemente injusto. También precedían a felicidades fulgurantes, tan luminosas y fugaces como ellas mismas. Pero de éstas hubo tan pocas, que por eso Rosario recuerda sobre todo las que la preparaban para el sufrimiento.
A lo mejor, ese estar preparada para enfrentarse a lo peor es lo que ha hecho que Rosario sea una mujer alegre, siempre dispuesta a reír casi por cualquier motivo. Ella, de cuerpo menudo, camina airosa por la calle, con sus 80 años a cuestas, cargados de sinsabores, como si no le pesaran ni le importaran y es muy posible que así sea.

viernes, 9 de abril de 2010

Después de mucho tiempo, vuelvo a reaparecer. Dentro de poco espero estar con regularidad con todos vosotros. Mientras tanto ahí os dejo la segunda y última parte de la historia de Andrea.

ANDREA (continuación)

Los años transcurrieron, quiero creer que felices para ellas, hasta que Remedios enfermó. Se supo enseguida que, a pesar del nombre que llevaba y del que parecía hacer gala, no había remedio para lo suyo y que no tardaría mucho en morir. Antes de que las fuerzas le fallaran, Remedios salió de buena mañana de su casa, completamente sola y dirigió sus pasos hasta el autobús de línea para ir a la capital. Allí, se supo más tarde, visitó a un notario, con el que previamente debía haber hablado, e hizo testamento. Luego compró una botella de champagne por primera vez en su vida, dos copas y una caja de bombones y con todo ello, volvió a su casa.

Ya nunca más salió, la siguiente vez que los vecinos la vieron iba dentro de su ataúd. Al volver a casa tras el entierro, el marido, según la versión de uno que por allí pasaba, le señaló la puerta y le dijo, “tienes 2 horas para recoger todo lo tuyo y llevártelo en las mismas dos maletas que trajiste, ni un bulto más”.

Andrea se fue con la frente alta, como siempre había caminado y se dirigió a su casa familiar, ahora cerrada y vacía tras la muerte de sus padres unos años atrás. Allí se instaló y, como guardando luto, dejó transcurrir un tiempo antes de salir. Cuando lo hizo nadie se acercó a darle las condolencias hasta que se cruzó con Catalina, una mujer más joven que ella, alegre, dicharachera, que se hacía querer y era querida por casi todo el mundo. Ya sabemos que la universalidad en los buenos sentimientos, nunca es absoluta. Andrea se sintió sorprendida, la conocía, era imposible lo contrario, pero nunca había cruzado con ella más de un saludo casual. Catalina la abrazó y, al separarse, la cogió por los hombros y mirándole a los ojos, le dijo, “estoy para todo lo que quieras”, así, subrayando el todo, para que no cupieran dudas de lo amplio de su oferta. “Mañana, me acercaré a tu casa a charlar un rato contigo, si no es molestia, claro”. “No, claro que no”, contestó Andrea. No tuvo fuerzas parar rechazar la única oferta de amistad que había recibido desde que era una niña y nada se sabía de su amor por Remedios.

Al día siguiente a eso de las 5 de la tarde, Catalina llamó a la puerta de Andrea ante la atenta mirada de una vecina que, en cuanto Catalina traspasó la puerta cerrándola a su espalda, le faltó tiempo para ir a contar a su hermana y a su mejor amiga lo que acababa de presenciar. En el interior de la casa, conscientemente ajenas a los comentarios que ya volaban hacia las cuatro direcciones de Manchatan, ambas mujeres comenzaron a conocerse.

Cuando se abrió el testamento se supo que Remedios le había dejado a Andrea la casa, los muebles y las joyas y a su marido el dinero. Al salir de la lectura en el despacho del notario, el marido se colocó junto a Andrea y masculló entre dientes “jamás, ¿me oyes?, jamás volverás a tocar algo que ella tocó y mucho menos vivir en su casa”. Él buscó un abogado y consiguió quedarse con todo, Andrea no se defendió, simplemente actuó como si todo aquello no fuera con ella. Al que se atrevió a  preguntar, porque la curiosidad era mucha, ella contestó con un simple “yo solo la quería a ella” y al “pero, mujer, sus cosas te la recordarían” opuso “su recuerdo estará por siempre en mi corazón, no hay lugar más seguro” y se dio la vuelta sin despedirse.

Han pasado los años y Catalina y Andrea siguen juntas. Nunca han compartido casa, pero la vida de cada una es la de la otra. Ya no están solas, los nuevos tiempos y las nuevas costumbres han llegado hasta aquí y ahora son muchas las personas que no se plantean qué tipo de relación mantienen, solo buscan su alegre y animosa compañía porque, cuando se separan de ellas, les queda durante un buen rato una leve sonrisa entre los labios que es reflejo de lo que sienten sus corazones.