martes, 14 de septiembre de 2010

EL LETEO


Cuando la gente de Manchatan vio el letrero del nuevo bar que iban a abrir, se preguntó “¿qué demonios querrá decir Leteo?” y nadie supo responder. En honor a la verdad, había al menos media docena de personas que podrían haberlo hecho pero, o bien no se les preguntó o no eran de las que iban a bares de madrugada, que a esas horas estaban bien a gusto en sus camas o en sus sillones, leyendo historias como la del río Leteo, el río del olvido.

Ana, la dueña, está siempre detrás de la barra marcando las distancias con la clientela, que varían dependiendo de las circunstancias, de las personas y de su propio estado de humor. No tiene aspecto de haber leído a los griegos, tal vez su conocimiento sobre el mítico río lo adquiriera de forma casual en otra barra de cualquier otro bar y quiso darle con el nombre un aire diferente al suyo propio, como el de una especie de refugio para los que quisieran dejar de recordar. Y lo ha conseguido porque la clientela, heterogénea, tiene un rasgo en común, no habla jamás de asuntos personales.

Esta peculiaridad tan extraña, teniendo en cuenta que se extiende a todo el que entra y no solo a unos pocos, es posible que se deba a que la palabra Leteo provenga del tiempo remoto, en el que ciertos sonidos podían convocar fuerzas misteriosas, capaces de provocar estados de conciencia diferentes y que esa capacidad se manifieste tan solo con ponerse bajo su advocación, en un recinto cerrado. En cualquier caso, esto sucede se crea o no.

Las drogas no están permitidas y el horario de cierre es ambiguo. En el interior no se producen peleas, consecuencia del olvido, pero en ocasiones se ha cruzado algún que otro puñetazo en el exterior, a causa de una mala asimilación del alcohol unida a un repentino recuerdo surgido al cruzar el umbral.

También es posible que ese olvido que todo lo embarga, provenga de la propia Ana que ha hecho de él su seña de identidad. Ana no quiere recordar la aldea perdida entre manglares donde nació, ni a su abuela que la vendió cuando tenía 10 años a la dueña de un prostíbulo, aunque otra versión más amable dice que se escapó de la cabaña miserable donde vivía junto con un número incontable de hermanos y primos para llegar al mismo lugar. A duras penas quiere recordar el día en que conoció a su marido, un manchateño aventurero, en el local en el que, a sus 20 años, era ya casi una vieja.

Su pasado empieza verdaderamente el día en que se atrevió a decirle que estaba embarazada. Hacía ya varios meses que él la había contratado en exclusiva y se la había llevado al hotelucho donde vivía. Rescatarla completamente tenía un coste demasiado elevado para asumirlo a la ligera y, aunque la idea le rondaba la cabeza, no había terminado de concretarla. Ella pensaba que era bastante probable que la abandonara al conocer su estado y, aunque cada día se proponía contárselo, lo iba retrasando. La vida a su lado era lo mas parecido al paraíso que había podido siquiera imaginar y no quería abandonarlo. Pero el tiempo iba apremiando y el día que él le dijo que la encontraba más rellenita le contó, entre lágrimas, lo que sucedía. Él se quedó un rato en suspenso, como sopesando los pros y los contras de aquella nueva situación y al final le dijo: “Nos vamos a España. Los tres”.

Se casaron con la oposición rotunda de la madre de él, que no disimulaba el odio que sentía hacia la que se llevaba a su ojito derecho, el hijo al que ella había criado dándole todos los caprichos. El padre la miraba, como decía la canción infantil, “con ojos golositos” y el resto de la familia se esforzaba en ignorarla. Ana lo vivía todo como si estuviera dentro de una burbuja, aislada de cualquier cosa que no fuera su marido. Por duro que le quisieran hacer el presente, no era nada comparado con su pasado y mucho menos con su futuro inminente como esposa y madre.

Con el tiempo, todo se suavizó y aunque la familia y los antiguos amigos de su marido, nunca terminaron de aceptarla, ella siempre se ha sentido feliz con su hijo y con su negocio, que contempla sentada desde un alto taburete como si del trono de una reina se tratase.