lunes, 7 de junio de 2010

MARGARITA Y MILAGRO y III

     
     Esa misma noche mientras se estaba quedando dormida, le vino a la mente una melodía que le cantaba su madre cuando era niña y se despertaba llorando y gritando aterrada por los monstruos que poblaban sus pesadillas. Al oírla automáticamente dejaba de gritar, como para no perderse ni una nota y sus lágrimas daban paso a unos largos hipidos y sorbidas de mocos que se alternaban hasta que su madre sacaba un pañuelo grande y blanco, siempre arrugado pero limpio, que guardaba en el bolsillo de su bata y le limpiaba las lágrimas y mocos sin dejar de cantar.

     No la había vuelto a recordar, quizás porque desde la adolescencia, no había vuelto a experimentar ningún tipo de terror. Pero ahora la recordaba tan nítidamente como si las notas se produjeran en el interior de su cerebro y se expandieran por la bóveda del cráneo aumentando su resonancia al chocar contra las paredes interiores, como tratando de llegar al exterior.

     La presión se le hizo tan fuerte que se sintió impelida a emitirla como único alivio posible, inmediatamente cesó toda sensación de malestar y a medida que las notas iban fluyendo a través de sus labios como emitidas por un ser ajeno a ella, su cuerpo se iba relajando y su hijo, en su interior, se desperezaba como preparándose a dormir al unísono.

     Repetir una y otra vez aquella melodía se convirtió para ella en un acto tan mecánico como respirar, a veces era apenas un susurro que podía pasar desapercibido, pero otras lo cantaba a pleno pulmón alargando especialmente las notas más agudas.

     Cuando llegó la hora del parto, en lugar de sentir las dolorosas contracciones uterinas, sintió una presión en su cerebro tan intensa que le hizo gritar la melodía con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. El equipo médico que no se atrevió a anestesiarla, tuvo que hacerse oír en medio del torrente de sonidos que emitía sin fin la garganta de Margarita. Nunca se había presenciado una algarabía de tal calibre que acallaba incluso los gritos de dolor de otras parturientas.

     El pediatra que esperaba este nacimiento tanto como el ginecólogo para poder escribir alguna ponencia sobre los “efectos colaterales de diversas terapias en los embriones humanos” elaborada con material de primera mano y sin la intervención de ningún Menguele que le diera problemas de conciencia, observó con avidez la cabecita que asomaba al exterior y enseguida todo el cuerpecillo. Era una niña, una niña aparentemente normal que respondió a todos los estímulos igual que cualquier otro bebé.

     La única cosa que sucedió, verdaderamente extraordinaria, fue que el vagido que emitió tras las palmadas de rigor, no fue un llanto común, sino un llanto que seguía las notas de la melodía que su madre continuaba emitiendo aunque ya muy débilmente. Pero de eso solo se dio cuenta Margarita cuya boca dejo de cantar para extenderse en una sonrisa de triunfo. La misma que seguía teniendo dentro de la caja donde la pusieron vestida con su traje de novia, aún tan reciente; y que seguía luciendo cuando cerraron la tapa para enterrarla. Pero eso no lo pudo ver su marido porque se le quedaron para siempre dos lágrimas en los ojos que le impidieron ver correctamente hasta que fue a reunirse con ella años más tarde. Por eso en el momento de morir gritó de pronto ¡veo! aunque los que allí estaban lo interpretaron de otra manera.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Cuando estaba embarazada cantaba a mis nenas en su nido y ahora les sigue relajando que les entone una canción. En tu desgarrador relato, la música no es sólo un bálsamo, es un lamento profundo, un nexo invisible, que he imaginado en una tarde de calor seco y luz muy blanca. Borondon, tus historias son puro cine. Un abrazo.

Marián dijo...

Yo también le canté a mis futuros niños siempre la misma nana que luego, una vez nacidos les tranquilizaba. El poder de la palabra y el de la música unidos. Y sí, posiblemente hiciera ese calor seco del que hablas y hubiera luz blanca, ¿buscamos productor?, jajaja