sábado, 12 de junio de 2010

MONTSERRAT


     Montserrat es misionera en Manchatan. Cuando decidió dedicarse a la vida religiosa, buscó algo que se adecuara a su manera de ser y de pensar. Le gustaba la idea de ser misionera porque así podría ayudar a la gente verdaderamente necesitada, mientras les enseñaba el único camino de salvación posible para sus almas inmortales. Pero le aterraban las altas temperaturas, los insectos y los animales de todo tipo que solían acechar a aquellos que vivían en las zonas típicamente misioneras. Tampoco le seducía la idea de tener que aprender idiomas que ni siquiera se escribían. Así que ingresó en una orden de misioneras urbanas y rurales, donde también había necesidades que cubrir y gente descreída que, a su modo de ver, casi era peor que decididamente infiel.

     Pero en Manchatan la gente cumplía escrupulosa y masivamente con los preceptos religiosos. Es posible que parte de ellos lo sintieran como una obligación más social que espiritual pero, indudablemente, la gran mayoría eran verdaderos creyentes que lo hacían por pura convicción. Por eso la llegada de inmigrantes magrebíes le supuso un nuevo aliciente. Estos si eran verdaderos infieles, amén de necesitados.

     La tarea, sin embargo, se reveló como muy difícil, por no decir imposible. Aquellos hombres apenas hablaban con la gente del pueblo y desde luego, no lo hacían con las mujeres. Las veces que les había visto en la calle reunidos en pequeños grupos y se había acercado a ellos, le habían hecho entender por gestos y alguna palabra en su rudimentario español que no tenían nada de que hablar con ella.

     Una tarde que estaba en casa de una de las vecinas de más edad, recién operada de cadera, vio llegar su primera oportunidad real. Sonó el timbre que anunciaba una visita y entró en la sala un muchacho al que ella identificó, sin lugar a dudas, como “morito”. El chico tenía una sonrisa espléndida y hablaba español estupendamente. Se interesó por la salud de la mujer, contó un par de anécdotas divertidas con las que ambas se rieron de buena gana y, después de desearle a la convaleciente una pronta mejoría, empezó a despedirse. Montserrat se las ingenió para dar por concluida la visita con naturalidad y salir al mismo tiempo que él.

     Una vez en la calle, caminó a su lado y empezó por preguntarle cómo era que hablaba tan bien el español. Él la miró poniendo cara de inocencia suprema y le dijo que llevaba en Manchatan desde que tenía 9 años. “¿Y cómo llegaste?”, quiso saber. “Porque, estando en Marruecos conocí a un matrimonio de aquí, que estaba de vacaciones y me vine con ellos”. “¿Y tus padres?”. “Mis padres me vendieron por 10.000 pesetas, pero no se preocupe usted que mis padres españoles son muy buenos conmigo”. “¿Y estás bautizado?”. “Sí”. ¿Y has hecho la comunión?” “También, lo que no he hecho es la confirmación. Pero perdone, que tengo que ir a hacer un mandao y ya llego tarde”.

     Tras este diálogo, Montserrat pensó que aunque el morito fuera cristiano, estaba sin confirmar y eso quería decir que las convicciones no debían de ser muy firmes. ¡Ahí había un trabajo que hacer!.

     La siguiente vez que lo vio iba del brazo de María, una de las buenas feligresas de la parroquia. “¿Qué tal María?”. “Bien, aquí con mi hijo dando un paseo”. “Ya, le conocí el otro día. Por cierto, qué buena labor han hecho ustedes con él”. “¿Nosotros? ¿con él?, ay, mire hermana, que no la entiendo”. “Pues que le compraron a sus padres en Marruecos, donde estaba comidito de piojos y aquí le han dado una educación y un futuro”.

     María miró a su hijo y exclamó con verdadero enojo “David, ¡cómo has podido!” y a continuación le dijo a Montserrat que él era su hijo biológico, legal y natural y que le disculpara. Pero ya Montserrat, presa de una furia más humana que divina, había levantado la mano y, con todas sus fuerzas le estaba propinando un sonoro bofetón.

lunes, 7 de junio de 2010

MARGARITA Y MILAGRO y III

     
     Esa misma noche mientras se estaba quedando dormida, le vino a la mente una melodía que le cantaba su madre cuando era niña y se despertaba llorando y gritando aterrada por los monstruos que poblaban sus pesadillas. Al oírla automáticamente dejaba de gritar, como para no perderse ni una nota y sus lágrimas daban paso a unos largos hipidos y sorbidas de mocos que se alternaban hasta que su madre sacaba un pañuelo grande y blanco, siempre arrugado pero limpio, que guardaba en el bolsillo de su bata y le limpiaba las lágrimas y mocos sin dejar de cantar.

     No la había vuelto a recordar, quizás porque desde la adolescencia, no había vuelto a experimentar ningún tipo de terror. Pero ahora la recordaba tan nítidamente como si las notas se produjeran en el interior de su cerebro y se expandieran por la bóveda del cráneo aumentando su resonancia al chocar contra las paredes interiores, como tratando de llegar al exterior.

     La presión se le hizo tan fuerte que se sintió impelida a emitirla como único alivio posible, inmediatamente cesó toda sensación de malestar y a medida que las notas iban fluyendo a través de sus labios como emitidas por un ser ajeno a ella, su cuerpo se iba relajando y su hijo, en su interior, se desperezaba como preparándose a dormir al unísono.

     Repetir una y otra vez aquella melodía se convirtió para ella en un acto tan mecánico como respirar, a veces era apenas un susurro que podía pasar desapercibido, pero otras lo cantaba a pleno pulmón alargando especialmente las notas más agudas.

     Cuando llegó la hora del parto, en lugar de sentir las dolorosas contracciones uterinas, sintió una presión en su cerebro tan intensa que le hizo gritar la melodía con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. El equipo médico que no se atrevió a anestesiarla, tuvo que hacerse oír en medio del torrente de sonidos que emitía sin fin la garganta de Margarita. Nunca se había presenciado una algarabía de tal calibre que acallaba incluso los gritos de dolor de otras parturientas.

     El pediatra que esperaba este nacimiento tanto como el ginecólogo para poder escribir alguna ponencia sobre los “efectos colaterales de diversas terapias en los embriones humanos” elaborada con material de primera mano y sin la intervención de ningún Menguele que le diera problemas de conciencia, observó con avidez la cabecita que asomaba al exterior y enseguida todo el cuerpecillo. Era una niña, una niña aparentemente normal que respondió a todos los estímulos igual que cualquier otro bebé.

     La única cosa que sucedió, verdaderamente extraordinaria, fue que el vagido que emitió tras las palmadas de rigor, no fue un llanto común, sino un llanto que seguía las notas de la melodía que su madre continuaba emitiendo aunque ya muy débilmente. Pero de eso solo se dio cuenta Margarita cuya boca dejo de cantar para extenderse en una sonrisa de triunfo. La misma que seguía teniendo dentro de la caja donde la pusieron vestida con su traje de novia, aún tan reciente; y que seguía luciendo cuando cerraron la tapa para enterrarla. Pero eso no lo pudo ver su marido porque se le quedaron para siempre dos lágrimas en los ojos que le impidieron ver correctamente hasta que fue a reunirse con ella años más tarde. Por eso en el momento de morir gritó de pronto ¡veo! aunque los que allí estaban lo interpretaron de otra manera.

martes, 1 de junio de 2010

MARGARITA Y MILAGRO II


     Hacía poco que salían juntos y ella se admiró de cómo aquellas manos de apariencia ruda y curtidas por el trabajo en el campo, fueron capaces de separar suavemente las plumas hasta encontrar la herida, un perdigonazo que le había propinado uno de esos chiquillos que empezaban a llegar los fines de semana con un equipo reluciente y una escopeta en sus insensibles manos y que eran nietos de gentes del lugar.

     Él oprimió el botón para llamar a la enfermera mientras seguía susurrándole palabras tranquilizadoras “ya pasó lo peor”, “ahora estás... casi bien”.

     Se dejó llevar por la sensación de tranquilidad que le daban su voz y sus caricias y escuchó las explicaciones que le dieron acerca de su estado, con serenidad. Al parecer su corazón tenía una válvula, algo que ella imaginó como una especie de grifo, muy estrecha y no habían tenido más remedio que cambiarla por otra artificial.

     Cuatro meses más tarde recibió la esperada noticia.

     — Mañana le damos el alta.

     Su marido le llevó la ropa que ella le pidió y fue al intentar ponérsela cuando se dio cuenta de lo que había engordado; el vestido le quedaba realmente estrecho. Intentaba recordar el aspecto que tenían los conocidos que habían estado hospitalizados, al darles el alta y los veía a todos pálidos, ojerosos y con bastantes kilos menos. Claro que ninguno había estado cuatro meses sin hacer más ejercicio que pasear pasillo arriba y pasillo abajo. A lo mejor era eso, seguro que era eso. “En poco tiempo, en cuanto recupere mi ritmo de vida, adelgazaré” –pensó− Pero al mes siguiente se hizo evidente que aquello era otra cosa. El médico no hizo sino confirmarlo: estaba embarazada de 24 semanas.

     El terror se apoderó de ella, le vinieron a la mente todas las historias de niños deformes que le habían contado en su vida y se imaginó con uno de aquellos monstruos en los brazos, intentando sentirlo como hijo suyo.

     Suponía que un feto capaz de seguir vivo después de todo lo que le habían inyectado y hecho aspirar a su madre, era imposible que fuera enteramente normal. Y si no tenía apariencia monstruosa seguro que tenía destrozados los pulmones o los riñones o, más probablemente, el corazón. Su hijo, porque en ese mismo instante dejó de ser “el feto”, se revolvió con fuerza en su interior y ella lo sintió como un mensaje que le enviaba y casi le oyó susurrar “estoy bien, tranquila”.