martes, 11 de diciembre de 2012

EL MAR DE ALBORÁN



Ya no hay corsarios en el mar de Alborán,ni barcos del Imperio Español persiguiéndolos. Al-Borany se fue para siempre y con él los relatos que le acompañaron. Este mar, ahora está plagado de historias de hambre, desesperación, soledad y miedo, igual que antaño, pero también de generosidad humana y entrega. Historias que se entrecruzan formando un tejido denso que se vuelve inolvidable para sus protagonistas pero que no llama la atención del bardo, siempre más proclive a cantar las hazañas del que no cumple la ley, que de aquél que la hace cumplir y a olvidar las desgracias y miserias de rostros anónimos que pronto se convierten en un número que continúa creciendo cada día y que, por eso mismo, deja de ser memorable.

Hay mucha gente por estas aguas. Gente que lo cruza transportando mercancías o pasajeros, en barcos con los medios que se requieren. Embarcaciones que alojan a científicos que tocan puerto cada 15 días, bien aprovisionados y con recursos. Y gente aterrorizada, que se apiña en barcas que no sirven ni para ir de paseo. Gente que muere de sed, de hambre, de fiebre. Gente que, en realidad, muere de desesperación, esa desesperación que les ha llevado a dejar la protección de lo conocido para cambiarla por un camino muy largo, formado por kilómetros de tierras desconocidas de las que hay que entrar y salir clandestinamente y que invariablemente acaban en el mar. Esa inmensa mole de agua nunca vista antes, que llena de miedo los pulmones y el vientre y que se va metiendo en las venas hasta inundar todo el cuerpo dejándolo sin recursos, sin capacidad de reacción, sin capacidad ni deseo de pensar.

Otros navegantes van en embarcaciones rápidas, llevan combustible y no temen especialmente por su vida. Tienen un miedo distinto. Temen terminar en una celda y perder todo lo invertido en la aventura de vivir por encima de las posibilidades reales, o de solucionar un hambre familiar a la que no se ve final. Temen perder la mercancía y que el patrón se la reclame de manera inolvidable. Se juega con las leyes. Aquí permitido, allí prohibido. Trabajo para mafias, para aventureros y, una vez más, para desesperados.  
También hay barcos, de mayor tamaño y más o menos preparados, en los que no impera el miedo. Llevan a bordo a gentes que han elegido la opción de trabajar para los demás fuera de la suave protección que da una religión, una ONG o una institución solidaria. Son hombres fuertes que no tienen miedo y, como son seres humanos,  cuando lo tienen, lo superan. Hombres de hierro que hacen de su trabajo cotidiano una labor humanitaria.

Unos temen encontrárselos. Otros, que ven tan lejano el sueño europeo como cercano el sueño eterno, lo desean con toda la fuerza que son capaces de reunir en sus maltratados cuerpos. Para todos, el encuentro siempre se llena de emociones. El corazón late fuerte en el pecho, la adrenalina se dispara, la luz de la esperanza se enciende, las neuronas brillan velozmente en el interior de los cerebros. Cada uno según su situación en la historia.

Ellos y aquellos otros que habitan temporalmente la Isla de Alborán han significado para muchas personas la diferencia entre la vida y la muerte. Han sido la tabla de salvación a la que asirse para olvidar, al menos temporalmente, esa desesperación y ese miedo profundos como el agua que los rodea.

En este agitado mar, se cruzan las vidas de muchas personas. Unas para ir a encontrarse con su destino final, otras consiguiendo la fortaleza necesaria para encararlo. Algunas cumpliendo sueños, otras ambiciones. Y todas con algo en común, un corazón latiendo en el lado izquierdo del pecho.

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