sábado, 24 de septiembre de 2011

LA ISLA DE ALBORÁN


Alborán tiene forma de barco, castillo de proa incluido. La enciclopedia dice que tiene 642 m de largo por 265 de ancho y una altura máxima de 16 metros. Lo que no dice, es que allí vive un grupo de hombres bajo un galpón con tejado de chapa, que se pone al rojo vivo en las horas en las que el sol calienta implacablemente.
Cuando cae la noche, el calor en su interior sigue siendo insoportable tanto que, todos los que tienen que dormir ahí, darían cualquier cosa por hacerlo al raso, bajo las estrellas que cuajan el cielo. Pero no pueden, las normas a las que están sometidos se lo impiden.
A veces un barco llega hasta su costa y, si está autorizado, amarra y visita a esos muchachotes curtidos por el sol y les aloja durante unas horas o, y eso es lo que ellos desean fervientemente, durante toda la noche. ¡Una noche entera al fresco! porque fresco es lo que ellos sienten en cualquier lugar que no sea su galpón.
Hace años vivía aquí el farero con su mujer, si es que la tenía y con sus hijos hasta que a éstos les llegaba la edad de ir a la escuela. Y una prueba de ello está en una de las tres tumbas que cobija el islote, perteneciente a una mujer, esposa de farero, que no llegó a tiempo a embarcarse para ser tratada en tierra más amplia y mejor atendida que ésta. Otra pertenece a una suegra que debió convivir con su hija y a la que el yerno enterró amorosamente, deseando que ni en sueños volviera.
La tercera pertenece a un piloto de la segunda guerra mundial que llegó hasta la pequeña costa arrastrado por las corrientes marinas, después de haber sido derribado. Al farero de entonces no le importó que fuera alemán, estaba muerto y se ocupó de darle sepultura, quizás musitando una oración para que su alma volara a un lugar más piadoso que aquel del que venía.
Pocas son las tumbas y larga la historia de este pedacito de tierra volcánica sacudida, de tanto en tanto, por pequeños temblores que obligan a recordar su violento nacimiento. Los árabes le dieron el nombre de “Ombligo del Mediterráneo”, pero su nombre actual, más acorde con su crispada génesis, deriva de la palabra tormenta, que era el apelativo de un corsario tunecino, de nombre Mustafá ben Yusuf el Magmuz ed Din, apodado Al-Borany, seguramente por lo tempestuoso de sus acciones.
En algunos sitios se lee que Al-Borany, además de a la isla, también dio su nombre a un guiso de berenjenas, alboronía, pero esto no puede ser cierto porque el guiso ya se llamaba así mucho antes de que él naciera. Y buraniyya es como se dice guiso en lengua árabe. Aunque también hay quién dice que el plato se llama así en honor de al-Burán esposa del califa al-Mamún por haberse servido en su banquete de bodas, lo cual sería muy probable si  hubiese sido el único manjar servido en tan fastuosa ocasión, cosa que es del todo impensable ya que hasta en la más humilde casa de cualquier país árabe, se sirven varios platos que todos comparten.  Con esto creo que puede quedar resuelta la cuestión, ya que no estamos contando historias de berenjenas ni de guisos por suculentos que sean.
A Al-Borany, la isla le sirvió tanto de vivienda como de escondite, porque se instaló allí para que le resultara más fácil someter a saqueo a los navíos mercantes que hacían la ruta del estrecho, en aquellos ya de por sí tormentosos años. Que lo fueron más, si cabe, en 1540 cuando la isla fue el escenario de una de las primeras acciones de la entonces joven Armada española. Una escuadra de galeras se enfrentó a una flota de corsarios de Berbería, antiguos aliados del pirata Barbarroja, que regresaban a Argel después de haber saqueado Gibraltar, propiedad de la Corona española por aquel entonces. Los muertos españoles sumaron más de 600, pero ninguno fue enterrado allí. Posiblemente aquel trocito tan pequeño de tierra no hubiera soportado tanto peso.
Parece que la paz llegó hasta allí y se mantuvo durante más de tres siglos, porque no volvemos a tener noticias de ella hasta que el rey Alfonso XII la hace depender de la provincia de Almería, del barrio de Pescadería concretamente, barrio que, al menos nominalmente, no le cuadra mal, porque actualmente es reserva marina y de pesca.
La isla, a pesar de su escaso tamaño, tiene hermosas cuevas e incluso lagunas subterráneas, bellas y misteriosas. Los fondos albergan corales rojos y anaranjados que protegen y dan abrigo a muchos seres. Toda esta riqueza subterránea contrasta con la pobreza de la tierra de su superficie, que ni agua potable cobija, ni deja que árbol alguno crezca, aunque sí es rica en hierbecillas que hacen las delicias de los especialistas en este tipo de cosas.
El viento, que en más de una ocasión debió de convertirse en involuntario aliado de Al-Borany, es otro de los retos a los que deben enfrentarse esos muchachos de los que hablábamos al principio. Tanto es así que los reemplazos se producen en unos quince días, tiempo más que suficiente para que la estancia se haya convertido en inolvidable. Las banderas que izan todos los días, tienen un tiempo de remplazo aún menor, duran siete, lo que da una idea de cómo se vive en ese pedacito de tierra abrupta y lo que debió pasar toda la saga de fareros que hasta aquí llegaron, de los que no se guarda recuerdo ni memoria alguna, quizás porque el mismo viento se la llevó y la fue depositando en otras latitudes etéreas o porque ellos mismos estaban condenados al olvido desde el mismo día de su nacimiento.