viernes, 30 de julio de 2010

LOLA (II)

 
Lola supo que algo iba mal en la relación de su marido, cuando le contaron que lo habían visto frecuentar las noches de la ciudad, solo, completamente solo y con claros deseos de dejar de estarlo. Y se preguntó si, en el caso de que él se lo pidiera, estaría dispuesta a recibirlo en su casa de nuevo y hacer como si nada hubiera pasado. Y no supo responderse y esto también fue motivo de sorpresa. De nuevo se encontraba con sentimientos que no esperaba albergar.

Para aclararse, se imaginó la escena, con todo a su favor. Él estaba tan arrepentido de lo que había hecho que apenas se atrevía a mirarle a los ojos. Tenía tantos deseos de volver con ella, que estaba dispuesto a cualquier cosa, lo que fuera necesario, para conseguirlo. Y entonces se hizo la pregunta ¿le digo que sí? Y se vio a sí misma diciéndolo y entonces le surgió la duda ¿lo hacía porque le seguía queriendo o porque así su orgullo y su autoestima se veían reforzados?. Poder volver a pasear por las calles de Manchatan con la frente bien alta, parándose a charlar con las conocidas presumiendo de su poder sobre él, se hacía tan atractivo que casi merecía la pena no pensar en otra alternativa. En ese caso ¿qué era más importante para ella?, ¿lo que sintieran los demás, o sus propios sentimientos?

Las preguntas quedaron sin respuesta, él no le dio la deseada oportunidad. Todo lo que sucedió a partir de ese momento, se supo mucho después y parte de ello a través de los juzgados de lo penal, pero eso es adelantar acontecimientos.

La cariñosa, suave, tierna y complaciente (adjetivos aplicados por él en sus buenos momentos), mujer por la que había roto su matrimonio, se reveló muy diferente en estos tiempos en los que la bonanza había dado paso a la tempestad. Literalmente se puso hecha un basilisco con las constantes salidas, aunque en realidad y para ser más precisa, debería haber dicho escasas entradas en el hogar. Le amenazó con llamar a sus hermanos, tipos fornidos y entrenados que eran capaces de cualquier cosa. Podían llegar en unas horas para hacerle rectificar y dejarle manso como un corderito.

Eso era más de lo él podía soportar. ¡La rubia tonta y tetuda se atrevía a amenazarle! ¡A él! que se había hecho a sí mismo atravesando todo lo que se le había puesto por medio, que se había ido endureciendo a cada paso que daba en el camino del “éxito” y había ido conociendo a personas que, si se ponía sobre la mesa el dinero necesario, hacían lo que tu querías, sin preguntar.

El nacimiento del niño sirvió para relajar el tenso ambiente de la casa. Pero la felicidad duró muy poco. Pasado el momento de la novedad y cuando se comprobó que el bebé lloraba más tiempo que dormía, él se abrazó a la noche como si de una tabla de salvación se tratase. Ella volvió a las exigencias, los reproches y las amenazas, que un buen día se concretaron con la llegada de los hermanos, casi 2 metros de altura y con unos brazos del ancho de un muslo. Los tipos no hicieron nada, se limitaban a estar por allí, incluso le sonreían amablemente desde el sofá y rodeados de latas de cerveza vacías, cuando él llegaba a la casa, pero su papel intimidatorio era nítido.

Y lo cumplieron a la perfección. Durante los casi dos meses que estuvieron en la casa, él no salió ni una sola noche solo. Fue con su nueva familia a cenar, al cine, al parque para pasear al bebé y a comprarle ropa nueva a su mujer que no terminaba de adelgazar con la velocidad deseada. Al cabo de ese tiempo, se marcharon como habían llegado, sin anunciarse ni despedirse, simplemente un día ya no estaban. El sentimiento que le embargó no fue de alivio sino de un odio que casi podría definir como placentero.

lunes, 26 de julio de 2010

LOLA (I)


Cada vez que escuchaba "Ramito de violetas”, todo se detenía y sólo existían las palabras que contaban aquella historia. Prefería la versión de Manzanita porque le permitía bailarla, si se encontraba con humor para hacerlo. Se sentía identificada solamente con la primera estrofa, justo hasta que decía que ella se quejaba de su falta de ternura, pero le gustaba porque le daba un rayito de esperanza, a lo mejor, como el hombre de la canción, su marido un día encontraría la manera, aunque fuera anónima, de decirle que la quería.

Mantuvo la esperanza hasta el último momento, cuando ya era imposible no enterarse de que tenía una amante. No es que fuera la primera, había tenido muchas, pero ésta tenía voluntad de quedarse. Así que cuando él le dijo que era mejor que dieran por acabada la relación, no se sintió sorprendida del hecho en sí, sino del inmenso dolor que le produjo.

Él fue generoso con ella, le dejó casi todo lo que poseían en común y le asignó una igualmente generosa pensión sin que mediaran discusiones. Cuando todo quedó resuelto se marchó de Manchatan. Tiempo después se supo que vivía con una mujer mucho más joven que él, alta, rubia, delgada pero con buenas tetas y buen culo, de esas que a los hombres de estas latitudes les gusta exhibir ante los demás. Uno de sus antiguos vecinos se lo había encontrado por las calles de la capital. Contó a todo el que le quiso escuchar y puedo jurar que fueron muchos, que la llevaba por la calle con un aire desafiante que parecía proclamar la propiedad de “la pieza” y un deseo no demasiado oculto, de despertar la envidia y un punto de admiración en los otros hombres.

Pero las cosas que, inevitablemente, escapan a nuestro control, entraron en acción. Lo primero que pasó fue que la nueva mujer se quedó embarazada y eso supuso una quiebra importante en su forma de vida. Él no quería más hijos, tenía suficientes con los de Lola, él solo quería seguir, como decía una de sus canciones favoritas “viviendo la vida loca”, que consistía en trabajar por el día, salir a cenar por la noche y después recorrer los locales donde ya le conocían y, gracias a las generosas propinas que dejaba, le trataban como si fuera el magnate que en realidad quería ser. Siempre junto a “su” rubia imponente.

Por si fuera poco, a ella el embarazo le sentó fatal Tenía ojeras, la cara hinchada y con manchas, el pelo sin brillo y engordó de una manera descontrolada hasta quedar irreconocible. Junto con su belleza desapareció el deseo sexual que hasta entonces había impregnado su relación.

sábado, 17 de julio de 2010

EL NOTARIO Y SUS DOS MUJERES (y II)


Ella aceptó de buen grado la propuesta de quedarse a vivir allí todo el año. A lo mejor también estaba cansada del carácter de sus cuñadas o, lo que es bastante probable, estaba al cabo de la calle de la vida de su marido y decidiese que era más fácil hacerse la ignorante en soledad que en compañía.

El caso es que el tiempo fue pasando, otro hijo llegó al hogar de Manchatan y la dueña de la casa fue reuniendo joyas que él le compraba para, secretamente, compensarla de alguna manera. En las fiestas familiares y en los compromisos y acontecimientos sociales, era la envidia de todas las mujeres que padecían este mal (casi todas), envidia a la que se trataba de exorcizar recordando la situación de bigamia obligada en la que vivía.

¿Y “la otra”? ¿qué pasaba con ella?. ¿Qué conversaciones previas mantuvo con él? ¿a qué acuerdo habrían llegado?. Todas estas preguntas y muchas más se hacían los manchateños, sin que jamás se encontrara respuesta a ninguna y esto constituyó para siempre una singularidad. Ella subía y bajaba de la capital a Manchatan sin cruzar palabra con ninguno de sus habitantes que no fuera estrictamente de cortesía o profesional. Se supo que había tenido dos hijos más, porque era imposible no cruzarse por las calles de la ciudad, en alguna ocasión, con la gente del pueblo que iba a hacer compras o arreglar papeles. Pero esto fue todo. En un pueblo donde existe un verbo específico para designar el cotilleo: churretear, fue casi milagroso que no trascendiera nada.

Y así fue hasta que murió el notario. Todo el pueblo, como no podía ser menos, acudió a la iglesia para darle su último adiós. En los primeros bancos del lado de la Epístola, se sentaron las mujeres de la familia y los hombres hicieron lo propio en los del Evangelio. Ya estaban todos sentados esperando que el templo se llenase, cuando un murmullo lo recorrió obligando a los ocupantes de esos bancos de preferencia, a volverse para ver qué pasaba. Y lo que pasaba era que por el pasillo central avanzaba “la otra”, de luto riguroso, rodeada por sus tres hijos y con la firme intención de sentarse en uno de aquellos bancos.

Al murmullo le siguió un silencio total. Nadie quería perderse las palabras que se pudieran cruzar. Pero nadie las pronunció y unas se quedaron en el pensamiento y otras en la boca ya a punto de salir. Ellos se sentaron y la familia oficial se dio media vuelta e hizo como si no pasara nada. Todos menos el hijo mayor que no pudo menos que preguntarle a su madre por aquellas personas que nunca había visto y que con tantos derechos se creían como para hacer aquello. La madre le hizo un gesto imperioso de silencio y empezó la misa.

Antes de que todo el mundo formara la fila para darle el pésame a los familiares, la mujer se fue con sus tres hijos. Tenía tanto derecho como “la legítima” a recibirlo, pero no creía que alguien se atreviera a dárselo, así que se encaminó al cementerio a esperar que llegara el cortejo. Y allí fue donde el hijo mayor, ese que había preguntado a su madre en la iglesia, se encaró con ella y allí fue donde averiguó que tenía tres hermanos y allí fue donde ya nadie aguantó más y todos, pero todos y a la vez, como buenos manchateños, se pusieron a dar explicaciones, cada uno la suya, a voz en grito, como también era lo natural.

Lo único que se oyó nítidamente por encima del griterío reinante, fue la voz del hijo tronando “pues de heredar, nada, que lo sepáis”. Pero para algo el padre había sido notario y lo había dejado todo, éste sí, atado y bien atado y nadie, nadie les pudo quitar la parte que él les había destinado.

sábado, 3 de julio de 2010

EL NOTARIO Y SUS DOS MUJERES (I)

     
     El Notario de Manchatan no era un tipo especialmente guapo. Después de observarlo con atención, se caía en la cuenta de que su principal atractivo residía en su voz. Una tan especial que, una vez que se escuchaba, no se podía olvidar. Consciente de esta ventaja que el destino le había regalado, el notario la sabía utilizar con precisión. Sobre todo con las mujeres.

     Desde muy joven las chicas se lo disputaban, de manera que él solo tenía que elegir la que más le gustaba. Por eso todo el mundo se quedó muy sorprendido cuando decidió casarse con la menos atractiva de todas ellas. Nunca se conocieron las razones, ni siquiera el constante “churreteo” de la gente logró encontrar un motivo más o menos plausible. No era guapa, no era rica, no era simpática, pero era la elegida.

     La nueva pareja se instaló en la casa de la familia de él, donde convivieron con sus dos hermanas, que ya eran “mocicas viejas” sin posibilidad alguna de casarse. Sin embargo, más o menos al mismo tiempo, él estableció otra relación igual de sólida y duradera que su matrimonio.

     Esta si era una verdadera belleza, de esas que hacían a los hombres volver la cabeza a su paso y ni siquiera tuvo que salir a la calle a encontrarla, era una de las empleadas de la notaría. Compró un piso en la capital y allí la instaló con todas las comodidades del momento. Ambas tuvieron su primer hijo casi a la vez, pero un velo de silencio se extendió sobre ella, su hijo y su, aparentemente, desconocido padre.

     Precisamente para tratar de evitar que se descorriera, el notario decidió construir un chalét, el primero que se vio en Manchatan, fuera del pueblo. En un principio dijo que era para pasar lo más caluroso del verano y por eso mandó construir una piscina y rodeó la casa con un jardín acotado por altos setos, para dar sensación de intimidad y alejamiento.

     Pero, una vez instalados, la ventaja de la lejanía se reveló como la mejor de todas. Fuera de las habladurías diarias de la gente del pueblo y, como no, de sus dos aburridas hermanas, era más difícil que llegara a los oídos de su esposa la verdad sobre su doble vida. Construyó una cuadra y compró un par de buenos caballos de paseo. Así se podrían entretener subiendo a la sierra en lugar de bajando al pueblo.